Una ventana al mar

Sentado a la mesa con un vaso de ginebra a medio consumir y el sol deshaciéndose en su mirada glauca, contempla un escenario lleno de detalles: gente que pasea agarrada de la mano, niños a la carrera, madres reclamándoles. De fondo, el mar imprimiendo en la arena de la playa su espumosa agonía. Gente paseando por la orilla, niños dando sus últimas carreras, madres que los llaman desde el cercano paseo.

Verano.

Se lleva el vaso a los labios y los moja con tibieza. Siempre tragos cortos, buena ginebra. Su marca preferida. La botella sigue ahí, en la mesa, al pie del vaso. Por si acaso. Ocurre en contadas ocasiones, cuando le asalta el recuerdo, lo que fue y ya nunca será más.

Como hoy.

Dejan de reír los niños, de gritar sus madres; y el mar comienza a alzar su voz. Un mar cualquiera visto a ojos de cualquiera, que no a los suyos. Porque ese mar en cuya superficie se refleja la última luz del día nunca podrá ser para los demás lo que es para él.

El mar es ella, y siempre lo será. Paseos eternos a la luz de la luna llenos de confidencias, de besos, de miradas. Años y años.

«Ya no estas más a mi lado, corazón / en el alma solo tengo soledad», comienza a cantar Gloria Lasso a su espalda. Su vida se resume a la ventana que tiene delante. Desde ella ve la vida pasar, contempla su pulso mientras él se desconecta de una existencia, sorbo a sorbo de ginebra, que ya no tiene sentido desde que no está ella.

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