Clemente VII, papa santo de Roma, andaba en libertad desde diciembre de 1527, y tanto a él como a Carlos les interesaba poner fin a sus diferencias; a lo que hay que sumar que el segundo quería ser emperador de la cristiandad. Que sí, que ya lo era del Sacro Imperio Romano Germánico, pero aún no lo había coronado su santidad —las tiranteces entre ambos, el cautiverio de Clemente VIII… Que no hubo tiempo, vamos—, y pocas cosas perseguía Carlos tanto como ser reconocido a ojos de la Iglesia como el emperador, el único y verdadero. Culo veo, culo quiero de Carlomagno, y eso se lo resolvían en la ventanilla de Roma.
Pasa que, si Roma había quedado hecha un solar, el resto de Italia estaba como para comer unas pastas encima de ella, con mil pequeñas y cabreadas, unas aliadas de unos y otras de otros. Urgía, pues, por encima de todo, la pacificación de la península, y eso es lo que enfrentaba a ambos. Florencia sacaba de sus casillas —bueno, más bien a su familia, que para eso era un Médici— a Clemente VII, por lo que, a cambio de la paz que tanto ansiaba Carlos —y por ende, su corona imperial—, le pidió que diera cera a la ciudad como si no hubiera un mañana hasta que a los florentinos se les quitaran las ganas de seguir tocándole las narices a su familia; lo que a Carlos no le acababa de agradar visto lo ocurrido en Roma con su ejército, haciendo de las suyas por esos mundos de Italia.
Unid a todo esto lo del Ducado de Milán, la manzana de la discordia entre Carlos y Francisco I, y un acuerdo con Venecia —siempre en todas las salsas— que se tradujo, tras una negociación de alto calado diplomático, en la formación de la Liga Defensiva de Italia que formaron el propio Papa, Venecia, Fernando —hermano de Carlos V— y las repúblicas de Génova, Siena y Lucca, por citar a sus miembros más destacados; y a la que posteriormente se uniría el susodicho ducado milanés tras otra operación diplomática que, si hacemos caso al cronista Sepúlveda, sentó poco menos que una patada en los cojones a los soldados del emperador, con su capitán Antonio Leyva al frente de ellos. En conclusión, una liga concebida para liberar a Italia de nuevas invasiones en un tiempo en que, sobre todo, a Barbarroja —el turco pequeño— y sus secuaces les gustaba salir a dar un garbeo por el Mediterráneo de cuando en cuando para ver qué rapiñaban.
Coronación que mi colega estableció para una fecha clave: el 24 de febrero de 1530, el día de su cumpleaños. Para chulo, él. Pero había otra razón para esa fecha: ya llevaba unos cuantos meses en Italia, tiempo en el que le había dado tiempo para ser también coronado con la corona de hierro de Lombardía, y ya iba siendo hora de seguir con su plan de recorrer Italia y el resto del imperio que aún le quedaba por visitar. Y qué mejor fecha que la de su onomástica para la coronación. De cajón. Uno de los momentos hors catégorie en la vida de Carlos. Y la cosa ocurrió en Bolonia.
Carlos fue coronado como emperador de la cristiandad en Bolonia. La coronación fetén, vamos. Ungido con el óleo consagrado por el cardenal Farnesio y tras recibir los símbolos de su poder —la espada, el globo, el cetro y, finalmente, la corona imperial— de manos de su Santidad, Clemente VII, la peña presente celebró el momento con vítores y gritos en favor del emperador mientras sonaban trompetas por doquier y hacían su salva los cañones.
Su Santidad ordenó que el emperador se alojara a la verita suya en el palacio del Podestà, al costado de la iglesia de San Petronio, en Bolonia, y en la plaza del mismo nombre. Tan bien comunicados estaban que, incluso, contaban con una comunicación directa entre ambos aposentos para que pudieran echar un rato si así lo querían. Que lo querían. Vaya si lo quisieron. Rajar, tenían mucho de qué rajar.
Antes de que llegara el gran día hubo otra coronación en la intimidad, en la que Carlos fue reconocido como rey de los borgoñones —o de Italia—, dos días antes, o sea, el 22, para tenerlos a todos contentos. A los italianos, me refiero. Después, ya el 24 de febrero, llegó el gran día. Del servicio del orden en la plaza, de que a nadie se le ocurriera hacer el tonto ni de pasarse más de la cuenta, se encargaron soldados españoles de los Tercios Viejos y los lansquenetes alemanes; con Bolonia entera más bonita que un San Luis de lo decorada que estaba. Para comérsela a bocados, vamos.
Los primeros en aparecer en la plaza fueron Su Santidad y séquito, o sea, el Colegio Cardenalicio y numerosos obispos. Después lo hizo el emperador entre dos cardenales y seguido de lo mejor de cada casa de la nobleza española y flamenca. Por cierto, que Carlos, antes de entrar en la plaza, realizó una encendida defensa de la fe católica y de la Iglesia de Roma. Un deber en ese momento, pero también un leitmotiv que le acompañaría el resto de su vida, de ahí que se las tuviera tiesas con los turcos —grande y chico— en numerosas ocasiones, y asimismo con Lutero y sus luteranos. Lo que no es óbice para que, según la época, alcanzara treguas con unos o con otros según cómo soplara el viento.
Por cierto, que cada uno de aquellos desfiles glamurosos pasaron por un puente de madera adornado de flores y tapices que unía el palacio con la iglesia. Sí, lo que estás pensando. Se masca la tragedia, oé, oé. No fue así porque el jefe de Su Santidad —o sea, Dios— dijo que no era plan de estropear el día, porque el puente cedió ante el empuje del gentío reunido en la plaza una vez lo cruzó Carlos. La palmaron algunos arqueros y mucha peña resultó herida. Normal. Milagros, a Lourdes.
¿Y la ceremonia? Pues una ceremonia de coronación sin más. El cardenal Farnesio ungió a Carlos con el óleo consagrado, y a continuación recibió los símbolos de su poder de manos de su santidad: la espada, el globo, el cetro y, at last but not least, que dicen los ingleses, la corona imperial. A todo esto, la peña que rebosaba la plaza acompañó el sonar de trompetas y las salvas de cañones con el grito de «¡imperio, imperio!», mientras que los españoles presentes les replicaron «¡España, España!». Cada uno a lo suyo.
A continuación, vino una cabalgata que Hogenberg dejó plasmada en sus impresionantes grabados, en los que se puede ver a Clemente VIII y a Carlos tan amigos, como si nunca hubiera pasado nada. Todo ello entre tambores y trompetas. De película de Hollywood de los años cincuenta del siglo pasado, de esas que montaba Samuel Bronston en Navacerrada o Guadarrama, cerca de Madrid.
Daba comienzo una nueva etapa en la vida del emperador, toda vez que Italia parecía controlada —y sosegada— mediante la liga defensiva italiana para defenderla del turco pequeño, y ya había sido coronado como emperador por su Santidad, lo que le legitimaba como defensor de la cristiandad ante el luteranismo, que comenzaba a enseñar la patita más de la cuenta.
Había llegado el momento de dedicarse al imperio en cuerpo y alma.