—La del moño recogido.
El hombre que preguntó al celador se acercó a su objetivo con paso vacilante. Le costaba caminar, cada paso era una sucesión de dolores para sus castigadas piernas. Primero, los tobillos; después, las rodillas; finalmente, las caderas. Pero la vio. Estaba sola, sentada en un banco, con la mirada perdida. Se detuvo ante ella, respiró y un suspiro alertó a la mujer de su presencia.
—¿Quién es usted?
El gesto de extrañeza que ella compuso no lo detuvo; al contrario, estaba allí para cumplir su palabra.
—Vengo a bailar el último vals.
Los ojos de la mujer, de una inmensidad azul que sobrecogía, adquirieron una tonalidad acuosa. «Tiene Alzheimer. La familia apenas viene a visitarla. Pasa las horas solas», le advirtió el celador cuando el hombre preguntó por la mujer que buscaba.
—Sólo quiero bailar el último vals con ella.
—Usted verá…
Un vals. Eso quería él. Y bailarlo con una persona que llevaba sin ver más de sesenta años. La última promesa que arrancó de sus labios antes de que la guerra los separara. Su destino fue Estados Unidos después de pasar por Francia, cruzar el Atlántico y aclimatarse en México antes de alcanzar la residencia definitiva. Luego vinieron los estudios, el reconocimiento, una mujer de la que se separó quince años antes y dos hijos a los que veía de cuando en cuando. Y ella.
—¿Un vals?
—El que me prometiste bailar cuando regresara —apuntó él cogiéndola de las manos con ternura para que se incorporara—. Te lo dije en la carta. ¿No lo recuerdas?
—¿Qué carta?
La miró a los ojos. Ese azul… Que recordó día tras día mientras navegaba por el Atlántico camino del exilio, o cuando miraba al cielo, ya en la bahía de San Francisco. El azul de sus ojos. Ella.
—No importa.
Él sacó de su bolsillo un teléfono de última generación y lo manipuló hasta que una sonrisa de satisfacción inundó su cara. Luego lo dejó encima del banco tras subir el volumen. Pronto los llegó la voz de Fred Astaire, que juraba estar en el cielo lleno de felicidad por bailar con su amor.
—El vals… —repitió ella.
—El que te prometí que bailaríamos cuando regresara. —Él volvió a sonreír—. Y aquí estoy.
—La carta… —articuló ella, con voz queda, dejándose llevar por él al son de la música.
—La carta, sí —replicó el hombre sin poder evitar que una lágrima impregnara su mejilla izquierda—. Toda mi vida estaba en ella.
—La carta…
Ninguno de los dos se separó del otro; prefirieron bailar agarrados, mejilla con mejilla, como decía hacer Fred Astaire; el mismo baile que la guerra interrumpió. Él lo hizo para que ella no lo viera llorar. El amor de su vida, al que llevaba con paso lento —sus piernas no daban para más— por el pequeño patio de la residencia. Ese amor con el que juró bailar el último vals de su vida. Y si lloraba era por culpa de la vida perdida sin ella, por el reencuentro, por el baile… Ella apoyó la cabeza en uno de sus hombros. Y lo hacia para que él no viera ese océano que eran sus ojos derramándose sin remedio. ¡Claro que leyó la carta que el celador dejó encima de la mesa de su habitación en uno de esos extraños momentos de lucidez concedidos por la enfermedad! Y supo de él, de su venida, y también de la enfermedad que devoraba la vida del que fue su mayor amor. Con el que estaba bailando el último vals de sus vidas.