Sus ojos han absorbido muchos amaneceres. Pelo ceniciento, patas de gallo rodeando sus ojos, pasea el índice derecho por los labios. Delante del espejo, donde se examina, esboza una tímida sonrisa con los ojos claros y glaucos. Muchos amaneceres, suspira. El viento revuelve las cortinas de la habitación y juega con las páginas de algunas revistas olvidadas sobre el escritorio. Varias fotos lo decoran; instantes de una vida que quiso aprehender antes de que los recuerdos se convirtieran en olvido.
Se retira del espejo y pasea por la habitación. Pequeña. Una cama y una mesilla de noche junto a ella, el referido escritorio y un armario empotrado de dos hojas. Vuelve a sonreír. Una de las fotos, quizás, la que cogió para escrutarla. En ella posa junto a otra persona. Sólo podía ser él. Se le adelantó antes de tiempo. O quizá la música. Ese pequeño capricho en forma de transistor que le alegra las jornadas. Eternas. «Nunca sabré por qué siento tu pulso en mis venas, nunca sabré en qué viento llegó este querer…», canta Gloria Laso. Se lleva los dedos de la mano que tiene libre a la mejilla izquierda. Una lágrima. Los recuerdos. Cada vez más y más escasos. Él, aquel baile en una terraza de la Costa Brava en el verano que estrenaron su primer coche. Los dejó tirados en una curva al pie de Roses. Mientras los mecánicos hacían su trabajo, se dejaron llevar por el momento. La terraza, el eco de la Laso, una pequeña y recóndita cala donde aprendieron a amarse. La foto.
Abren la puerta de la habitación. Se gira. Ha entrado una joven vestida con una bata blanca. Morena, menuda, muy guapa.
—Hola, Marisa
Le sonríe, y la recién llegada le devuelve la sonrisa. Franca, limpia. Feliz porque Eugenia, la residente de la 114, hoy la ha reconocido y llamado por su nombre. Llevaba tres días sin hacerlo. Ese lazo con la realidad que se pierde, que se hunde en el olvido. Por eso le gusta verla con su foto preferida entre las manos.
«Yo sé que el tiempo es la brisa que dice a tu alma: ven hacia mí, así el día vendrá que amanece por ti», termina de cantar Gloria Laso.
A Marisa, la doctora de la residencia, se le escapa una pequeña lágrima que se enjuga antes que la otra se dé cuenta de ello.
Está amaneciendo.