Que los volcanes no son nada buenos lo saben aquí y en Tombuctú. Salvo los pompeyanos, que desconocían que vivían a la sombra de uno, y de los gordos ―y así acabó la cosa como acabó―, el resto de la humanidad, si puede, prefiere vivir alejada de ellos. Pero si no queda más remedio, a apechugar y rezando para que no pegue un petardazo. En esas están los napolitanos y todos los que viven ―de nuevo― a la sombra del Vesubio. Que no le dé por marcarse otra Pompeya y todo eso.
Y luego está lo que ocurrió el 27 de agosto 1883, cuando todo el planeta, pero todito entero, se enteró de que uno había entrado en erupción y a lo bestia. Fue el Krakatoa, y la lio parda.
Lo de aquel volcán fue hors categorie, y de verdad. Uno de los pocos que salió con vida de la que lio dicho volcán, un holandés llamado Rudolf Adriaan Van Sandick, que viajaba a bordo del vapor Gouver-neur-Generaal Loudon, fondeado en la bahía de Lampung, en el estrecho de la Sonda, entre Java y Sumatra, refirió en su cuaderno de notas que toda la santa noche del 26 de agosto habían permanecido bajo una espesa niebla. “¡Una terrible noche que ha durado 18 horas!”, escribió el colega. Y es que se mascaba la tragedia, oe, oe, que el fulano después plasmó en su libro «En el reino del volcán».
Porque la niebla a la que se refiere Van Sandick fue el comienzo de la erupción del Krakatoa, que desató su furia a partir de las 13:00 del 26 de agosto. Aquella niebla fue producto del primer petardazo, que se oyó a 600 kilómetros de distancia; y que vino acompañado de una lluvia de lava, piedras y cenizas que alcanzó los 21.000 metros de altura. La noche absoluta, que recogió Van Sandick; lluvia que se abatió sobre los barcos fondeados en el estrecho; y a los que siguió un primer tsunami que golpeó las costas de Sumatra y Java. Y si la cosa se hubiese quedado ahí…
Pero no. Haciendo honor a aquello de que vendrán cosas peores, los petardazos se sucedieron durante toda la noche. Incluso se escucharon en Singapur, a casi 1000 kilómetros de distancia; para, a eso de entre las 5:30 y las 8:20 del 27 de agosto, sucederse tres explosiones de las gordas de verdad que se oyeron con nitidez en Sri Lanka, Manila y Perth. Y ahí empezó la fiesta de verdad, porque cada estallido del volcán ―estremecedor no, lo siguiente― fue acompañado de tsunamis con olas de casi 40 metros de altura que se abatieron sobre las ciudades de Ketimbang, Tjiringin y Telok Betong, en Sumatra, y Anyer y Merak, en Java, arrasándolo todo a su paso.
Vendrán cosas peores, repito. Y llegaron a eso de las 10 de la mañana. El petardazo definitivo del Krakatoa, el más gordo de todos, se escuchó cuatro horas después en Isla Rodrigues (Mauricio), a casi 5.000 kilómetros de distancia. Según los expertos, fue la explosión más potente jamás oída por el ser humano. El resultado, una nube de lava, piedras y cenizas que alcanzó los 80 kilómetros de altura y más y más tsunamis que penetraron hasta 10 kilómetros tierra adentro. Huelga decir que a su paso segaron la vida de miles de personas. Más o menos cerca de 36000 entre unas cosas y otras y algo menos de 300 ciudades quedaron destruidas.
Al día siguiente, 28 de agosto, el Krakatoa ―o lo que quedaba de él, que fue nada― cesó su actividad. Lo que quedaba, digo, porque del 70% de la isla no quedó ni rastro como consecuencia de la serie de explosiones. Durante dos días, la región quedó sumida en la oscuridad y fue tal la cantidad de escombros volcánicos expulsados a la atmósfera que la temperatura del planeta cayó 1,2 grados Celsius al año siguiente. Eso sí, como consecuencia también de su erupción, aquel volcán decidió obsequiar a la humanidad con unas puestas de sol de la leche. Basta con echar un vistazo a los cuadros de William Ashcroft, que pasó muchas tardes dibujando el cielo sobre el Támesis en el barrio de Chelsea, o a los de Edward Munch para hacerse una idea de cómo tuvo que ser la erupción volcánica más violenta que jamás haya conocido la humanidad.