¿Quién no han leído nada de Julio Verne? Pero nada nada. En ese caso, merecéis la excomunión a la de ya. Y no os mando a la hoguera por vergüenza. Que es lo que os debería dar.
A lo que iba. Julio Verne nos ha legado una gran cantidad de obras con las que soñaron muchas generaciones que encontraban en sus libros la oportunidad de soñar con cosas fantásticas, con mundos inimaginables, con hazañas casi imposibles de realizar. La vuelta al mundo en 80 días, 20.000 leguas de viaje en submarino, Viaje al centro de la Tierra, La isla misteriosa, Los hijos del capitán Grant en América del Sur… Poneos en la piel de cualquier lector de finales de siglo XIX o principios del XX con un libro de Verne en sus manos. Sus ganas de soñar, de viajar a los lugares que describía, de experimentar la sensación de desplazarse en los artefactos que aparecían en sus novelas no eran pocas. Ahora, con Internet y demás, como que la cosa queda tan diluida como un azucarillo en agua, pero entonces… ¡Joder entonces!
Lo mejor de Verne, sin embargo, es su capacidad para mirar al futuro y traer de él cosas que, en su momento, aún no existían o incluso no pasaban de ser meras quimeras. Viajar a la luna, meterse una pechada de kilómetros bajo el agua, descender el cráter de un volcán y recorrer las entrañas de la Tierra. Vamos, que pilláis cualquiera de sus obras hace algo más de cien años y no os dejaríais de preguntar que qué mierda se fumaba el colega. Que buena debía de ser un rato. Fijo.
Eso cuentan algunos. Que si se metía para el cuerpo lo que no está en los escritos. Y si con eso fue capaz de emular a Roy Batty —Rutger Hauer en Blade Runner— y decir que él había visto cosas que nadie creería, ¿qué? Las vio. ¿Queréis algunas? Del Nautilus, decía que estaba propulsado por una forma de energía limpia e inagotable. Eso, en 1870. Por cierto, a Isaac Peral se le ocurrió diseñar algo aproximado al Nautilus allá por 1888; y en 1856, se le ocurrió contar cómo sería una misión tripulada a la luna, tripulación en la que viajaba un animal. ¿Qué fue lo primero que viajó al espacio? ¡Bingo! Y de esa novela, De la Tierra a la Luna, hay una mejor todavía: ¿cómo se llamaba su nave, la que llegó a la Luna? Buscad, buscad en Google…
Para finalizar, la mejor de todas, París en el siglo XX, novela en la que narra la historia de un joven que vive en una ciudad con coches de gas, trenes de alta velocidad y rascacielos de vidrio. Sí, el París actual. En ese mundo salido de la imaginación de Verne existía una red internacional de comunicaciones que conectaba distintas regiones para compartir información. ¿Qué? ¿Cómo se os queda el cuerpo?
Otro día, ya si eso, os cuento las profecías de Nostradamus, las que ya se han cumplido y las que aún no. Esas sí que acojonan de verdad. Y mucho.