El 4 de diciembre de 1521, estando como estaba el emperador Carlos V en Audernarde —lo que ahora viene siendo Oudenaarde, a treinta kilómetros de Gante, su ciudad natal—, le mandó una carta a Enrique VIII de Inglaterra —recoge Foronda y Aguilera— “sobre los asuntos que tienen tratos”.
¿Y sobre qué asuntos tenían entonces tratos aquellos dos? Vayamos por partes, que diría Jack el Destripador. Allá por 1509, Enrique VIII contrajo matrimonio con la tía del Carlos, es decir, Catalina de Aragón, hija de aquellos a los que su santidad Alejandro VI —valenciano, para más señas— les había concedido el título de Católicos por aquello de la expulsión de los judíos, la conquista de Granada, la pacificación de los reinos cristianos, etc., por lo que eran familia. Y el asunto que tenía entonces entre manos —luego tendrían más. Sobre todo, cuando Enrique se cansó de Catalina, pero ya es otra historia— era el francés. O sea, Francisco I.
Por aquella época no es que Inglaterra diera miedo, pero había que tenerla cerca y contenta por si las moscas. Esa fue una de las razones por la que sus católicas majestades casaron a su hija Catalina con Enrique VIII, pues se trata de cercar a Francia, la enemiga de siempre. La fetén, vamos; y más después de que Francisco y Enrique se vieran en 1520 para acercar posturas entre ellos y decidieran, entre otras cosas, casar a sus herederos. Que no pasaban de ser unos renacuajos de cuatro años —María, la hija de Enrique y Catalina. La después celebérrima María Tudor— y de dos —Enrique, hijo de Francisco—. De aquel encuentro le pegó un rebote a Catalina de tres pares de narices, rajando del francés todo lo que pudo y más —española. Para qué contar más—, lo que le granjeó una popularidad que te cagas entre sus súbditos ingleses. O sea, al francés, ni agua; que seguían creyendo que el enemigo era precisamente ese y no los españoles. Y eso y más fue lo que le dijo a su querido esposo.
En consecuencia, Enrique entró en razón y la cosa con Francisco se enfrió un tanto. Y Carlos, que tenía a su tía en palmitas —le mandaba cosas recién traídas de América para agasajarla. Incluso le quiso regalar un loro, que finalmente no le envió por miedo a que el bicho la palmara por culpa del frío inglés—, supo ver el momento para lanzar un envite de los gordos: él sería quien se casara con la princesa María, con su prima hermana, como resultado del tratado que se firmó al año siguiente —Tratado de Windsor—, en 1522, para darle al francés hasta en el cielo de la boca donde fuera, por resumir.
Ahora. ¿hubo boda? Pues no. La diferencia de edad saltaba a la vista. Luego hubo jaleos de todo tipo que mejor para otra ocasión, pero a lo que quería llegar es a que quién se acabó casando María Tudor fue Felipe II. Sí, del hijo de Carlos V. Esas cosas de reyes, y tal.