Tal día como hoy de 1902, el Monte Pelée —montaña pelada en francés—pegó un petardazo y se acabó lo que se daba para cerca de 30.000 personas. De un segundo para otro como quien no quiere la cosa. Feo como él solo, todo hay que decirlo, que los hay estéticamente mucho más bonitos, pero volcán al fin y al cabo. Chas, chas y adiós.
Que los habitantes de Saint-Pierre, capital de la isla de Martinica, sabían que vivían a la sombra de un volcán es un hecho. En esto ya hemos avanzado algo; que no se quedaron pasmados como los pompeyanos con el inicio de la erupción del Vesubio. Que si humo, que si fuegos artificiales y luego pasó lo que pasó. En Saint-Pierre, digo, ya estaban avisados. Lo que pasa es que —atención, que vienen curvas— no se interpretaron correctamente los signos que emitía el volcán, que estaba a punto de desatar una fantástica fiesta que ni la de la Carrà.
¿Qué signos? Desde llenarse la capital de serpientes y demás alimañas que huían del bosque sabedoras de lo que se avecinaba, hasta ríos de agua hirviendo descendiendo por las laderas del volcán; amén de que se avecinaban elecciones y al capataz —perdón, gobernador Loius Mouttet— no se le ocurrió más brillante idea que insistir en que todo lo que decían los expertos presentes en la isla no eran más que patrañas para asustar a la población y obligarla a abandonar la capital. Incluso el colega llegó a montar una comisión pseudocientífica para demostrar que no existía peligro de erupción inminente. Angelito.
El más cuerdo en todo este panorama fue el capitán de un vapor llamado Orsolina. Leboffe se llamaba el tipo, y era napolitano. Fue ver la pinta que tenía el Monte Pelée el día anterior a su erupción y decir a quien quisiera escucharlo: “Si el Vesubio tuviera la pinta que tiene ese volcán, zarparía ahora mismo de Nápoles”. Dicho y hecho. Se largó con medio cargamento aún a la espera de ser cargado en sus bodegas. De tonto, ni un pelo.
Total, para no haceros perder más tiempo, que el Monte Pelée pegó el petardazo tal que hoy hace 122 años. Una nube ardiente —a unos 1.000 grados de temperatura, grado arriba grado abajo— se desplomó ladera abajo como alma que lleva el diablo —traducción: a cerca de 600 kilómetros por hora— y barrió Saint-Pierre. Las cerca de 30.000 personas que vivián en la capital quedaron reducidas a cenizas en un chas y aparezco a tu lado. Sólo tres sobrevivieron. Una de ellas, Loius-Auguste Cyparis, un preso recluido en la prisión que lo pudo contar gracias a que las paredes eran gruesas de verdad, de las de toda la vida. Eso sí, le quedaron como recuerdo unas preciosas quemaduras que luego paseó de circo en circo sacándose el hombre unas perrillas.