La verdad es que nos pasa cada cosa… A los españoles, digo. Como traer a un rey para que después se largue de aquí ciscándose en cada uno de nosotros. Que en qué hora se le habría ocurrido aceptar y esas cosas. Sí, un rey, Amadeo I de Saboya; los asuntos de ese siglo tan divertido en la historia de España —aunque, ¿cuál no lo es? — como fue el XIX.
Y sí, Amadeo I de Saboya —el primero y último— dijo que hasta aquí había llegado eso de ser rey de los españoles el 11 de febrero de 1873; renunciando a reinar “un país tan hondamente perturbado”. Eso dijo entre otras lindezas. Canela fina.
La cosa empezó ya torcida. Como veníamos de lo que veníamos —Isabel II, su reinado y demás—, las cortes escogieron como rey a un masón entre otros candidatos como el duque de Montpensier. Era eso o proclamar la República de una vez por todas —que llegaría más tarde, con la renuncia de Amadeo—. Torcida la cosa, digo, que me disperso: mientras Amadeo estaba desembarcando en Cartagena, a Prim le habían puesto en Madrid a criar malvas tras sufrir un atentado que ha dado —y dará— para escribir muchas novelas. La primera, en la frente.
Cuando Amadeo llegó a Madrid, se fue derechito a la Basílica de Nuestra Señora de Atocha para rezar ante los retos mortales de su valedor; y después, para las cortes a prestar juramento en una de las ceremonias de proclamación más tristes de la historia, según cuentan las crónicas. Y lo que vino después… Hors categorie, que dicen los franceses.
A efectos prácticos, el reinado de Amadeo comenzó a contar desde el 2 de enero de 1871, aunque, para ser justos, su elección se produjo el 16 de noviembre de 1870, tras la votación en cortes. Total, unos meses más, unos meses menos… España. Eso es lo que le tocó en suerte a Amadeo; España y todos sus españoles, para ser más precisos. Tres años para verlos, llenos de episodios a cada cual más grotesco, de luchas sangrientas y estériles, que concluyeron con su renuncia el 11 de febrero de 1873; harto de gobernar —repetimos la frase— “un país tan hondamente perturbado”.
Lo mejor, sin duda, la carta que dirigió a la nación para explicar los motivos de su renuncia, carta en la que se quejaba con amargura de los enfrentamientos de los partidos políticos y de las manifestaciones tan opuestas de la opinión pública —«Mi queridaaa España, esta Espaaaña mía, esta Espaaaña nuestraaaa», cantaba Cecilia—. Ojo al párrafo: «Si fueran extranjeros los enemigos de su dicha, entonces, al frente de estos soldados, tan valientes como sufridos, sería el primero en combatirlos; pero todos los que con la espada, con la pluma, con la palabra agravan y perpetúan los males de la Nación son españoles». Vamos, pocas veces nos han atizado un zasca tan solemne y regio como aquel. Por algo será.