Un mesopotámico, una barca y un burro

Hoy, una de esas curiosidades de la historia que demuestran lo aguilillas que somos; que nos basta una ocasión para saca partido a lo que tengamos entre manos y además salir airosos del asunto. La cosa va de un río, un burro y una barca de madera. Los ingredientes, ya de por sí, anuncian que el asunto es glorioso. Vaya que lo es. 

Antigua Mesopotamia, allá por los albores de la civilización. Algo así como hace 4.000 años año arriba año abajo. Ríos Tigris y Éufrates, que llevaban agua como para hacer unas migas, que dicen en mi pueblo —Valverde de la Vera, provincia de Cáceres. Precioso, no digo más—. ¿Qué pasa? Que navegar siguiendo la corriente era placentero: te dejas llevar y tal, pero al revés, tela telita. Vamos, que había que tenerlos bien puestos para lanzarse a contracorriente por aquellos ríos.

¿Y? El ingenio humano, que es maravilloso para bien y horrible para mal. No se sabe quién fue inventor/desarrollador/iluminado al que se le ocurrió el asunto, pero tenía toda su lógica: botes desechables. Sí, barcas de usar y tirar. Tal cual. Tan sencillo como llenar la barca de las mercancías para vender en destino y llevar un burro como acompañante. Conversación daría poca en el trayecto, pero compañía un rato. Luego, una vez arribado al destino, el colega que se decidió por este método —y después todos los que le copiaron, que fueron unos pocos visto el resultado— vendía las mercancías que traía consigo y también la madera de la barca a quien lo considerara menester. Negocio redondo. ¿Y el burro? ¿Ese no lo vendía? No, porque lo llevaba de vuelta a casita tan ricamente.

Pues eso, aquellos mesopotámicos. Unos aguilillas.

 

 

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