El cierre de sesión de Carlos V tiene su miga. Se cuenta que hubo de todo antes y después. De esas cosas con las que se relamen los amantes de lo oculto, de cómo narices ha pasado esto y todo eso. El emperador se fue para el otro barrio la madrugada del 20 al 21 de septiembre de 1558. Entonces se decía que fueron unas fiebres tercianas las que se lo llevaron por delante. Hoy lo dejamos en paludismo y nos ahorramos nombres más prosaicos.
Lo mejor del asunto fue lo que ocurrió días anteriores y posteriores al deceso. Porque hubo de todo según recogen algunos cronistas del emperador. Para empezar, unos dicen que una noche, mientras rezaba en su habitación unos días antes de palmarla, se le apareció él mismo. Tal cual. Resulta que alguien —cuentan los cronistas, insisto—, un tipo embozado, tuvo las santas narices de presentarse ante él. Al preguntarle quién era y tal se quedó como un corneto de fresa: era un doble suyo anunciándole su propia muerte. Los alemanes tienen un nombre para estas cosas: Doppelgänger, el doble fantasmagórico de una persona viva, lo que en la cultura germánica se considera augurio de muerte.
Otra: según parece, el mismo día que cayó en la cama para no levantarse más de ella apareció en los cielos un cometa. Que se veía lo justo, pero era un cometa; que se hizo más y más visible conforme avanzaba la enfermedad hasta que nadie más volvió a verlo una vez el emperador la palmó.
Y para acabar, la última. Buenísima. Cuenta Fray Martín Angulo que una noche estaba hasta los cojones de los ladridos de un perro, así que salió de la celda con intenciones nada buenas para el can cuando se encontró con otros monjes recostados en el antepecho de la galería mirando al tejado de la iglesia. Viendo a un pájaro, que era el que ladraba. Sí, ladraba. Una semanita se tiró haciéndolo. Una semana después de la muerte del emperador.