Esta historia me la contaron tal cual, y es tan real como la vida misma. Y la voy a contar según ocurrió. Como diría un profesor al que padecí en cuarto de carrera, descreo de estas cosas, pero sucedió así.
Por razones que me reservo omito el lugar en el que ocurrió -aunque los más avispados y allegados la van a cazar al vuelo. Ellos saben quiénes son- y quién fue su protagonista -también saben quién es-. Sólo haré referencia al apodo con el que, desde entonces, se le conoce. Quien quiera creerla, que lo haga; quien no, otro tanto de lo mismo. Cada cual es libre de hacerlo. Quien me la contó lo cree porque lo vio. Y eso, para mí, ya es suficiente.
Escenario: un pueblo pequeño pegado a una sierra. Y anochecía. Las pocas luces encendidas titilaban perezosas. Una brisa fresca, más de lo normal por aquella época del año -debía de ser finales de verano-, descendía de los cercanos montes. Un grupo de niños jugaba en los arrabales del pueblo. Tañeron las campanas una hora ya tardía para ellos, y no tardaron en llenar el aire distintas voces que los reclamaban. Como respuesta, remolonearon. Las voces se intensificaron, más fuertes y seguidas, y a las últimas las acompañó un desfile desordenado de mocosos que se desparramó casa por casa. Dos o tres aguantaron; querían terminar el pilla-pilla. Y echaron a correr por las calles del arrabal del pueblo merodeando los primeros olivares, donde las tinieblas no conocían ningún rival. Hasta que, hartos de gastar las pocas fuerzas que les quedaban, los niños decidieron regresar a sus casas. Apremiaban las voces, y también el miedo al castigo prometido de no regresar de inmediato.
Salvo uno, que no lo hizo.
Por ir más allá que sus compañeros penetró en olivar. Estuvo dando vueltas durante un buen rato. ¿Cuánto? Lo desconocía. Su única compañera era la oscuridad y los retorcidos troncos de los olivos. Fue para un lado, para el otro, desanduvo el camino, creyó reconocer una trocha… En el cielo, tan oscuro como sus presentimientos, brillaba un mar de estrellas. Las miró con calma, pues sabía interpretarlas. El norte, el norte. Ésa era la dirección del pueblo. Más senderos, y un pequeño arroyo que atravesó por un endeble puente de piedra. Y más soledad. Los olivos quedaron atrás, y ahora transitaba por un bosque de robles. Un mochuelo se atrevió a soliviantar la quietud de la noche con su canto lastimero. Después lo hizo su llanto; estaba perdido.
Sin saberlo, en el pueblo se formó un comité de rescate que se enfrentaba a un gran desafío: el niño perdido podría estar en cualquier parte. Sus amigos tampoco sabían dónde; lo dejaron al pie de olivar. Luego, el olvido. Gritaron su nombre, se internaron por olivares y tierras de labranza. Más allá estaba el bosque. Más gritos, y el silencio por repuesta. Y un temor que comenzó a embargar a más de uno de los buscadores del niño.
—S’a perdió. Y bien perdío
La noche era fresca, demasiado fresca. Pero nadie sentía el frío; sólo importaba él. Y él, mientras, rendido a su suerte, se acurrucó junto a un árbol. Encogió las piernas, entelerido, y echó una última mirada al cielo.
—Quién sabe si la definitiva —pensó.
Y se durmió.
En sus sueños se imaginó regresando al pueblo a la carrera junto a sus amigos. Aturdido, volvió a abrir los ojos: el sol brillaba con fuerza. Y también hacía calor. Era feliz. Parpadeó, pues no creía lo que estaba viendo. Mucho sol para ser un sueño, sólo iluminando el árbol cuando, fuera de su alcance, todavía era de noche y el cielo seguía cuajado de estrellas. Se levantó el cuello de la camisa, rodeó el tronco con los brazos y se durmió.
La amanecida estalló con gritos que lo despertaron. El niño, nervioso, se incorporó y respondió a los gritos. Los hombres acudieron en tropel y el primero en abrazarlo fue el padre entre vítores y la alegría del resto de acompañantes.
—¿Has tenido mucho frío? —le preguntó el padre—¿Y miedo?
—Mucho, padre —respondió él resuelto, ya recuperado del susto—. Y mucho frío. Si no llega a ser por ella…
—¿Por quién? —quiere saber el padre, extrañado.
—Una señora joven, muy guapa. Llevaba un vestido blanco y me arropó con una manta —relató el niño casi sin pestañear—. Y se quedó a mi lado mientras me dormía. Me dijo que no tuviera miedo, que por la mañana me encontraríais.
El padre miró a los demás, tan desconcertados como él. De la mujer, ni rastro; ni tampoco de la manta. Pero el crío no tenía frío, y una indescriptible felicidad bañaba su cara.
—Pues volvamos al pueblo.
A la orden del alcalde, que se sumó a la búsqueda, todos se encaminaron hacia el cercano caserío. Y lo hicieron contentos. Regresaron con ‘el perdío’, que es como se le apodó al crío a partir de entonces.
Excelente Victor, todo es posible como le ha ocurrido al niño de tu historia.Me ha encantado.
¡Gracias por leerlo, Ana! 😉
Grande primo, importante que no se pierdan esas historias de aquellas otras infancias donde los niños jugaban con la tierra «interactuando» con ella
Para eso estamos, primo 😉