Tal que el 18 de noviembre de de 1517, y con apenas 17 palos, el entonces Carlos a secas —heredero, y ya— entró en Valladolid dispuesto a pillar lo que consideraba suyo, esto es, la corona de Castilla; después de que su abuelo Fernando —el llamado el Católico— se fuera para el otro barrio y de que entre unos cuantos se encargaran de quitarle a su madre, Juana —heredera legítima de los derechos— de en medio para que no diera demasiado la murga. Y por si no tenía bastante, esos mismos se encargaron de pararle los pies a su hermano Fernando —al que acababa de conocer unos días antes en Mojados—, que contaba con el apoyo de la nobleza castellana.
Este era el percal.
Aquello, lo de su entrada en Valladolid, cuentan las crónicas que fue para verlo. Refieren éstas que cerca de 40000 almas se echaron a la calles para ver llegar a un crío —o casi— que, de lengua castellana, ni papa, y menos de las costumbres, usos y demás de los castellanos. Más flamenco —de Flandes, digo, no de arte y salero. De eso andaba bastante escaso el hombre, para qué engañarnos—, imposible. ¿Que qué vieron para que aquello fuera el acabose? Pues la entrada del que iba a ser rey, y con el tiempo también emperador. A saber: 500 infantes abriendo el cortejo seguidos de la caballería real, trompetas varias, caballeros del Toisón de Oro por aquí, altos dignatarios por aquí, duques, condes, marqueses… La hostia, vamos.
Carlos entró en Valladolid en compañía de sus hermanos Leonor y Fernando —ya convencido para la causa—, del arzobispo de Zaragoza, de representantes del Papa, de su abuelo, el emperador Maximiliano… Porque no existía el Real Valladolid por entonces, que seguramente tampoco hubiera faltado algún integrante de su plantilla. O la plantilla entera, para que no se sintiera desagraviado.
Y una rasca… Se dice que cuando el grajo vuela bajo hace un frío del carajo, y cuando vuela rasante… Y si lo hace por encima del Pisuerga, ni os cuento. Unamos a eso la lluvia, y el patio que se quedó —calles hechas un cenagal— fue tan extraño como un belga por soleares; que Carlos, flamenco como era, traía a cuestas una comitiva tan variopinta —y muy, muy flamenca. De Flandes, repito— como poco simpática a ojos de los castellanos. Vamos, que hay más alegría en un tanatorio que en las caras, por ejemplo, de los clérigos que los recibieron, que se negaron a acogerlos e, incluso, interrumpían los oficios si algunos de aquellos flamencos entraban en los templos durante la misa. Ni siquiera las mil antorchas encendidas y repartidas por las calles para recibir a Carlos le transmitieron el calor que buena parte de los castellanos le negaron desde el primer momento, contrarios a un rey como él.
Y que fue, a la postre, el germen de la que se lio unos pocos años después.
Pero eso, si eso, ya para otro momento.