Escenas: San Juan de la Peña

Levanta la mirada y ve piedra. La baja, clava la vista en el suelo, y más piedra. La que rodea a uno, susurra y acoge. Y también resguarda. Piedra y Monasterio. Todo en uno al pie de una carretera. De esas imágenes que aturden.

El viajero lo ve. Sobrecogido, aparca el coche, abre la boca y suspira. La increíble arquería en forma de claustro parece sucumbir al empuje de la amenazante piedra que lo cobija, pero no. Lleva siglos así y parece que así seguirá alguno más, como poco. Es San Juan de la Peña, en la Jacetania, a pocos kilómetros de Santa Cruz de Serós, donde el viajero paró y se trasegó alguna que otra delicia culinaria de la zona. Hacía falta para lo que estaba por venir.

—¿Le sientan bien las pastas?

—Como Dios.

Y lo que está por venir es San Juan de la Peña habla. Depende de lo que cada cual quiera escuchar, eso sí. Con voz queda o gutural, ya sea un susurro o vozarrón, la historia de este monasterio comienza allá por el siglo X. Incendios, desolación, luchas intestinas y un milagroso origen se funden aquí con total naturalidad.

SJPNA G01

 

─¿Le cuento lo del santo?

─Si se tercia…

Leyenda y tradición, como suele ocurrir en estos casos, se funden a la hora de explicar el nacimiento del lugar. Al viajero le cuentan que a principios del siglo VIII un joven zaragozano llamado Voto perseguía un ciervo por estas tierras. El ímpetu, que le cegaba la visión, le impidió ver cómo el animal y él mismo caminaban sin remedio hacia un precipicio de la Sierra de la Peña. El ciervo cayó y el siguiente en hacerlo sería él. Consciente de su trágico destino, Voto se encomendó a San Juan y el caballo, para su sorpresa, se posó con suavidad en una roca donde dejó sus cascos marcados. Aún excitado por el episodio, Voto siguió un sendero que nacía en el lugar donde cayó hasta llegar a una cueva. En ella encontró el cuerpo de un eremita, San Juan de Atarés. Tan marcado quedó Voto por la experiencia que nunca más abandonó el lugar y su cuerpo fue sepultado junto al del eremita.

─ ¿Se lo cree?

─Realidad y ficción… —sopesa el viajero. Después, suspira—. A saber.

Ni la una ni la otra se pondrán nunca de acuerdo. Sí lo hacen los ojos del viajero, que mira absorto lo que el monasterio regala a su vista: distintos estilos (prerrománico, románico, gótico, barroco y neoclásico) se mezclan con total armonía. Posa la mirada en el Panteón de los Reyes, donde descansan los primeros reyes de Aragón. El viajero pega el oído para escuchar las explicaciones que una atenta guía ofrece a un grupo de jubilados. Los capiteles, su originalidad, el porqué de cada uno de ellos… El viajero, que algo sabe del asunto, los examina con cuidado y no para de felicitar a su autor. O autores, que tampoco está clara la cosa. Los jubilados asienten con caras perplejas, unos, y franca sonrisa otros. Lo mismo que hicieron seiscientos años atrás quienes pidieron a los monjes que velaran por sus últimos días o simplemente un lugar donde pernoctar. Aunque no hubieran leído nunca las Sagradas Escrituras ni supieran leer siquiera, la piedra los hablaba. Y lo sigue haciendo. Por los siglos de los siglos.

─Es una pena. Cómo tendría que ser de bonito si no hubiera sido por el fuego…

El comentario lo soltó una anciana de cuidado aspecto; aún lleva impreso el asombro en el rostro. El viajero sonríe al escucharla mientras asiente en silencio. El incendio. Claro. El de la noche del 24 de febrero de 1675, que devastó el monasterio durante tres días. Una ruina. La comunidad que lo habitaba tuvo que edificar uno nuevo algo más arriba, en la pradera de San Indalecio; los franceses, que durante la Guerra de la Independencia hicieron de las suyas por aquí, también ayudaron lo suyo en acrecentar la ruina; y la desamortización de Mendizábal, don Juan Álvarez, le dio la puntilla casi definitiva en el fatídico año de 1836. Las ruinas dieron paso al olvido y al silencio. Del que ahora sale. El viajero, que abandona el lugar con algo de frío en el cuerpo, echa la vista atrás, contempla la mola pétrea por última vez y asiente. Hay cosas que por mucho que sufran siempre perduran porque están hechas para durar. La piedra, el frío. Lo que sea. Esas cosas eternas.

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