El ser humano es asombroso. Cuando llega al límite de sus capacidades, cuando su aguante ha rebasado todo lo imaginable y por imaginar, en ocasiones saca lo mejor de sí mismo —y lo peor. De esas, también a calderadas—. El hartazgo, la desesperación, el deseo de superación… O las ganas de que dejen de tocarte los cojones de una santa vez, como le ocurrió a James Ritty.
¿Y quién es este tipo? Uno que regentaba un bar, el típico del lejano oeste, con esas barrillas y la música de Ennio Morricone para darle más empaque al asunto —ya sabéis: tirutirutirutiruuuuu tirururuuuu…. Eso, silbando—; que estaba hasta los mismísimos, pero hasta los mismísimos y más arriba, de que sus empleados le sisaran cada dos por tres seis y me llevo una, aunque no sea una suma. Así que, tal que un 4 de noviembre de 1883 patentó junto con su hermano el ‘Cajero incorruptible de Ritty’, lo que viene siendo la primera caja registradora de la historia. Con ese nombre, sí. A prueba de políticos.
En sí, el cacharro consistía en una caja mecánica sin recibos, de tal manera que cada vez que un empleado registraba una transacción, debía presionar el botón de total, y entonces se abría el cajón tras el toque de una campana; toque que alertaba a Ritty, a su hermano, o a quien estuviera en ese momento vigilando en el bar, para enterarse así de un nuevo ingreso de dinero.
Con el tiempo, Ritty vendió su invento a Jacob H. Eckert, un comerciante de Cincinnati, que fundó la primera empresa de cajas registradoras; que después pasó a manos de John H. Patterson; invento al que, ya en 1906, Charles F. Kettering le acopló un motor para que aquello imprimiera recibos como si no hubiera un mañana.