Poneos en situación: febrero y Stalingrado (actual Volgogrado, por si no lo encontráis en el mapa a la hora de buscarlo). Allí, a estas alturas del año, el grajo ha cavado una trinchera y de ella no se mueve el cabrón. Trinchera arriba trinchera abajo. Lo de Molina de Aragón, pero a lo bestia.
Pues allí, tal día como hoy de 1943, Fiedrich Wilhelm Ernest Paulus, mariscal de campo del ejército nazi, dijo que hasta ahí había llegado; que no soportaba más ver cómo sus hombres caían como moscas por culpa del frío y del hambre. El tipo se había mirado al espejo horas atrás, pues llevaba varios días sin afeitarse, y vio que aquel rostro demacrado tenía peor pinta que los pollos de más de un supermercado. Y él todavía podía dar las gracias, que las de los soldados que tenía a su cargo no las mejoraba ni Béla Ferenc Dezső Blaskó —Bela Lugosi para la peña del cine— con tropecientos kilos de maquillaje encima. Y una rasca, y un viento… No se puso a cantar el aserejé porque la canción todavía no existía y porque tampoco tenía el cuerpo para cualquier otra cosa que no fuera acabar de una santa vez con ese infierno; que era mirar el cuerpo de los muertos y murmurar: “joder ¡qué suerte tenéis, cabrones!”. También lo dijo con conocimiento de causa: algo en la nariz le decía que los cerca de 90000 compatriotas que ya habían caído en manos rusas no iban a ser tratados con vodka y caviar como si no hubiera un mañana. Misericordia, sonrió mientras esa palabra cruzaba por su cabeza. Después de la escabechina que hemos liado, siguió cavilando. La sonrisa tornó en una suerte de mueca agria. Medio millón de tovarich nos hemos llevado ya por delante, admitió asintiendo con la cabeza. Medio millón. A Stalin le vas a ir con misericordia y tal. Así que había que acabar con el asunto de una vez por todas, y que salga el sol por Antequera.
Delante de él, Vasili Zhukov, general que velaba por los intereses de la madre patria rusa, sonreía de felicidad; pues Paulus había aceptado su propuesta de rendición. No se arrancaba con aquello de Karina —“aires de fiesta, los chicos y chicas, radiantes de felicidaaaaad…”— porque a Karina todavía le quedaban dos años para venir a este valle de lágrimas. ¿Por qué estaba tan contento Zhukov? Por tener delante a Fiedrich Wilhelm Ernest Paulus y todo lo que eso conllevaba. Que había que tener cojones para hacer lo que estaba haciendo el tipo, admitió para sí escrutando su rostro demacrado. Zhukov no daba ni un rublo por él. El tipo que tenía delante estaba a punto de convertirse en el salvador de los suyos y en un traidor a ojos de Hitler. En un inmenso traidor. La guerra. Valentía, dignidad, honor…
Qué bonito todo y tal, pero te has rendido al enemigo, so cabrón. Y traidor, que eres un traidor. Eso pensaría de él, convino Zhukov. Un traidor, quizás, pero con ese gesto estaba evitando a sus hombres más sufrimiento del ya vivido y recibido.
Así que, tal día como hoy de 1943, Fiedrich Wilhelm Ernest Paulus presentó sus respetos a Zhukov. El Sexto Ejército de la Wehrmacht se rendía. Paulus lo hizo convencido de que era lo mejor para todos. Sentía tanta lástima por sus camaradas prisioneros como por todos sus soldados, quienes sobrevivían de manera milagrosa en aquellas infames condiciones sin ropa de abrigo ni nada que llevarse a la boca.
La carne del último caballo alivió no pocos estómagos y de eso ya han pasado varios días. Como para seguir haciendo caso a mein Führer, seguía cavilando Paulus. Ni siquiera podían replegarse a sus posiciones. Los hombres caían agotados.
Con la rendición de Fiedrich Wilhelm Ernest Paulus se ponía fin a una batalla iniciada el 23 de agosto del año anterior que costó la vida a más de dos millones de muertos entre civiles y soldados.