El 22 de febrero de 1530 fue un día de estreno para el emperador Carlos V. Fue el preludio de lo que vendría dos días después, con su coronación como emperador del Sacro Imperio Romano Germánico a lo grande en Bolonia, con su santidad incluida —Clemente VII ya de buenas. No le quedaba otra— ciñéndole la corona imperial. ¿Por qué Bolonia? Para ser escuetos, porque entonces era la pera limonera. Por no decir que era la hostia.
El 22 de febrero de 1530, insisto, Carlos V tomó la corona de Lombardía, que no era ninguna tontería —vaya pareado que me ha quedado, pardiez—; pues se trataba de la corona que había lucido Enrique VII allá por 1312 —el hombre duró un año nada más— como emperador del Sacro Imperio Romano Germánico. Antes de eso no existe un registro fehaciente de si se usó en alguna otra coronación anterior, así que damos por bueno pulpo como animal de compañía.
Una joyita la dichosa corona. Ojo con ella: un amplio círculo de seis láminas de oro unidas entre sí por bisagras y mantenidas rígidas por un anillo inferior de hierro de media pulgada de ancho. Como decoración, joyas y esmalte traslucido. Dicen que se nota la mano de artistas bizantinas. Pues a saber, oigan. Aunque hay que decir que aquel anillo de hierro no aparece en las primeras descripciones que se tiene de la susodicha corona, por lo que se cree que se lo añadieron en el siglo XII. Luego, hacia finales del XVI, se llegó a decir que el anillo estaba hecho hasta con un clavo de los que se utilizaron para crucificar a Jesucristo. A saber.
Y es en días como el de hoy cuando merece la pena leer las anotaciones que dejaron escritas los cronistas del emperador y que recoge el gran Foronda y Aguilera en su Estancias y viajes del Emperador Carlos. Para empezar, deja constancia aquel autor que ese 22 de febrero de 1530 «S. M. se preparó desde bien temprano para tomar la corona de Lombardía, que se dice de hierro —joder con el hierro. Como si fuera una tontería tras lo descrito—, que solía tomarse en Monza, cerca de Milán, habiéndola traído de allí con gran concurso de príncipes, prelados, parones, caballeros, señores, gentilhombres, convocados al efecto para presenciarlo». Lo que viene siendo todo Cristo, vamos; o todo aquel que pintara algo en el asunto.
Prosigamos, que la cosa tiene su enjundia. Relata Foronda y Aguilera que «S. M. vestía un traje de lana de plata rizado, con forros negros y sayo y coleto y gorro acostumbrado —iba hecho un pincel, vamos. Como para no ir—, acompañado de dos cardenales, del marqués de Montserrat, que llevaba la corona; del Duque Alejandro de Médici —se dice, se cuenta, se rumorea que era el hijo ilegítimo de Clemente VII. O sea, de Julio de Médici, que era su verdadero nombre—, que llevaba el Mundo; del marqués de Astorga, que llevaba el cetro; del duque de Escalona, que llevaba la espada; y de otros muchos grandes, príncipes, prelados, señores y gentilhombres, y vino á la Capilla del palacio donde estaba el cardenal Enckevoort, vestido de Pontifical, esperando la llegada de S. M. para celebrar la misa, asistido de doce Obispos, también revestidos de Pontifical». Andrajos, los justos.
Así, una vez se presentó Carlos, todos aquellos se fueron colocando en orden, aquel cardenal soltó la chapa de costumbre, el emperador se arrodilló sobre un paño de oro y almohadones preparados al efecto, se prosternó, prestó el juramento y confesión. A continuación, dice Foronda y Aguilera, «se entonaron las letanías, oraciones y bendiciones de rúbrica. Después el Cardenal se sentó y el Rey se levantó, y acercándose á S. M. el marqués de Zenete, gran chamberlan, y el Señor de Noiscarme, Sumiller de Corps, y quitando al Rey sus vestiduras, desataron el coleto y camisa, que estaba abierta junto al brazo derecho, el cual ungió el Cardenal desde la unión de la mano hasta el hombro, haciendo cruces con los Santos Óleos. Después el Obispo de Coria, Limosnero mayor, tomó algodón y finas toallas blancas y oreó las partes consagradas y vistió la camisa y coleto sobre ellas y condujo á S. M. á un sitio apropósito, donde fué revestido con los mantos Reales, con un largo vestido de tela de plata frisado, con forros de armiños y un gran cuello redondo, y así vestido y acompañado de dos Cardenales y Príncipes vino ante S. S., que acababa de entrar en la Capilla, y en el altar, dicha la confesión, cada cual tomó su asiento, siguiendo la misa hasta después de la epístola y gradual». Os quejaréis de detalles. Y esto era el ensayo, ojo, que lo serio vendría dos días después.
Total, que «llegado S. M. ante el Papa, le hizo la reverencia y se arrodilló, y S. S. le entregó un anillo con un rico diamante, poniéndole en su dedo, después la espada, que fué desenvainada y vuelta á la vaina, después el cetro y el mundo, en las manos y la corona de Lombardía en la cabeza, todo esto diciendo las preces de ritual. S. M. se levantó é hizo la reverencia». Lo cual es una maravilla, pues Carlos y Clemente VII se llevaban ahora bien porque no les quedaban más narices —iba a decir cojones, sinceramente— después de tener todas las que había tenido. Pero mejor, aquí paz y después gloria y todo eso.
Tras todo aquello, su santidad se puso a rezar «diciendo el «Sta et retine locum» —escribe Foronda y Aguilera— y entonó el «Te Deum» que los cantores contestaron como Dios manda. La misa siguió como siguen las misas —comunión, etcétera—; para, una vez acabada, marcharse cada mochuelo a su olivo.
¿Y no hubo ágape, celebración posterior y esas cosas? Foronda y Aguilera no reseña nada más. Que lo importante sucedería dos días después. Aunque alguna cosa habría seguro. Vamos que sí.