Tal día como hoy de 1212, después de días pasándolas las tropas cristianas de todos los colores, con un calor chungo, chungo (como el que se anuncia para esta semana), sin agua y aguantando a las tropas almohades, que les tocaron los cojones todo lo que pudieron y más en jornadas anteriores, tuvo lugar la batalla de las Navas de Tolosa al pie del paso de Despeñaperros.
¿Que cómo fue aquello? Apoteósico. Por resumir, fue tanta la cantidad de hierro que quedó esparcida y después enterrada en la planicie donde cristianos y almohades se sacudieron hasta en el cielo de la boca, que los labriegos construyeron por la cara sus aperos de labranza durante siglos sólo excavando un poco en el suelo para conseguir el ansiado metal.
Aquello, como digo, fue para verlo: setenta mil soldados cristianos contra el doble de musulmanes. Encabezando las huestes cristianas, los reyes del momento: Alfonso VIII de Castilla, Pedro II de Aragón y Sancho VII de Navarra. Pocos durmieron la noche previa en las improvisadas tiendas levantadas por los cristianos. Fue romper el amanecer y desplegarse las fuerzas cristianas con tres ejércitos en línea: en el centro, el de Castilla; a la izquierda, el de Aragón; y a la derecha, los navarros. La vanguardia del cuerpo central quedó en manos de las huestes del Señor de Vizcaya, don Diego López de Haro. Los almohades hicieron lo propio: tres cuerpos: el primero con tropas ligeras; el segundo, bastante heterogéneo; y la retaguardia, custodiando la tienda roja de Al-Nasir, miramamolín de los almohades.
Se dieron, repito, hasta en el cielo de la boca. De todos los colores: espadazos, lanzazos, flechazos. Sangre aliviando la tierra seca, corriendo húmeda entre sus grietas. Y los almohades, dominando la batalla, que para eso eran más. Hasta que una última y desesperada carga cristiana encabezada por los tres reyes decantó para su lado el sentido de la contienda.
La carnicería fue de las que ponen los pelos de punta: más de cien mil almohades muertos por poco más de once mil cristianos según los cronistas de la época. Y Al-Nasir, huyendo del lugar como pudo, con lo puesto y poco más. La reconquista se aceleraba. Ya nada ni nadie detendría a los cristianos en su avance hacia el sur.