Tal día como hoy de 1535 tuvo lugar la ‘Jornada de Túnez’, en la que el emperador Carlos V recuperó la ciudad y se quedó con ganas de darle a Barbarroja hasta en el cielo de la boca.
Cuento un poco cómo fue el asunto.
Barbarroja fue pillando nombre pasando de ser poco menos que un pirata de mala muerte a convertirse en almirante de la flota turca del Mediterráneo allá por 1534; y que, con tal atribución y plenos poderes, se sentía con ganas de tocarle los cojones al emperador con la aquiescencia y respaldo del turco grande. O sea, el gran Solimán -llamado también el Magnífico-. A modo de ejemplo, por esa época el colega dejó la villa de Fondi, en las cercanías de Nápoles, como un solar e hizo cautivos a todos sus habitantes —«lo qual lo habemos sentido mucho, y especialmente los cristianos que llevó cautivos», llegó a decir Carlos al conocer la noticia—. Y, lo que es peor, se había apoderado de Túnez, cuyo rey, Muley Hassan, era feudatario del emperador.
Así que tocaba pararle los pies. Y cuanto antes, mejor.
Aprovechando que en 1534 se celebraban Cortes en Madrid, hasta allí que se fue para contar cómo le había ido por tierras más allá de los Pirineos y qué había hecho en ellas, y también para informar de la montada por el turco. Aunque parece que —como afirma el profesor Manuel Fernández Álvarez— se calló lo que más le reconcomía, que no era otra cosa que proseguir con la labor de convertirse en líder de la cristiandad que se había asignado antes de lo de Viena, y que le hacía sentirse cual cruzado —el último— en la lucha contra el infiel.
Claro que, para la empresa que había determinado emprender, es decir, darle cera a Barbarroja hasta en el cielo de la boca y recuperar Argel para la causa imperial, faltaban las perras. De ahí lo de las Cortes. Pero el éxito no fue el esperado. No obstante, las perras le llegarían por una vía inesperada, como era ese nuevo mundo recién descubierto. Más en concreto del Perú, donde Pizarro se había apoderado del tesoro de los Incas, del que determinó enviar al emperador la parte que le correspondía por medio de su hermano Hernando. Y a Carlos, con eso de saber que había perras en abundancia, le salió la especial en la mirada: las tres sandías, las tres cerezas y los tres kiwis también de haberlos. En consecuencia, caña al turco y a acometer lo de Túnez, que se trataba de una empresa de gran envergadura y, sobre todo, cara, cara.
Dicho y hecho. Tras meses de preparativos de todo tipo, desde Cagliari, hacia el 14 de junio, salió el contingente de tropas allí convocado. Para aburrir aquel contingente. Ríete con aquello, ahora, de la madre de todas las batallas, tropas aquí y tropas allá, maquíllate, maquíllate. Si desplegamos un mapa del Mediterráneo sobre cualquier mesa, nos encontraríamos con las naves vizcaínas y los galeones portugueses, que se juntaron en Gibraltar; que luego se unieron a los navíos surtos en Málaga para subir hasta Barcelona y el traslado posterior de todas aquellas naves a Cagliari, donde se unirían a las italianas. Lo que Vermeyen inmortalizó en sus cartones para tapices. Un primor.
A mediados de junio de 1535, las tropas del emperador tomaron La Goleta —la plaza marítima más importante de Túnez— como cabeza de puente ante lo que estaba por venir, dado que buena parte de la flota de Barbarroja se encontraba allí; con un alarde de fuerzas y de artillería como si no hubiera un mañana encabezado por su persona, lo que entristeció a algún que otro Grande de España, deseosos de que, ya que la iban a pringar en la empresa, al menos sacaran algo en limpio del asunto. Y si eran perras, pues mejor.
Primero, la Goleta, decía. Y luego ya vendría Túnez, como canta mi admirado Leonard Cohen; que después de la línea había que seguir para bingo. La cabeza de puente imperial se estableció en Puerto Farina, ante las ruinas de Cartago, donde Barbarroja opuso la misma resistencia que un cordero asado en cualquier mesa junto con una buena botella de vino; pues prefirió concentrar su resistencia en La Goleta. Cartago, ni más ni menos. Que a Carlos le ponía como una moto eso de heredar la gloria del imperio romano. El simbolismo y tal. Después vino lo que Manuel Fernández Álvarez llamó la conversión del emperador Carlos V en el último cruzado. Leña al turco grande y todo eso. Una vez afianzada aquella cabeza de puente y antes de marchar hacia su objetivo, había que procurar mantener abierta la comunicación marítima, vía por la que el emperador esperaba aprovisionar a su ejército. De lo que se encargó Andrea Doria, que logró embotellar a la flota de Barbarroja en el puerto de La Goleta.
Si la cosa por mar parecía sencilla, por tierra era bien distinta. Junio en África es mucho peor que Córdoba en verano, con un calor acojonante -sí, queridos y queridas. En el siglo XVI también hacía un calor que te rilas en verano- y la sed causando estragos entre la infantería. En consecuencia, alcanzar los muros de La Goleta se convirtió en un esfuerzo titánico, pero se consiguió. Una vez alcanzados, no os creáis que aquello fue subirlos con escalas, sus y a ellos, no. Para empezar, la artillería imperial estuvo durante seis horas, seis, bombardeándolos con la ayudada de la flota, con las galeras relevándose de ocho en ocho. En total, cerca de 4.000 disparos en poco más de seis horas. Visto desde nuestra época, poco más que los fuegos artificiales de cualquier pueblo en agosto, pero algo prodigioso en aquellos tiempos.
Con ello se consiguió el objetivo, que no era otro que abrir una brecha en la muralla de La Goleta y abatir su torreón; batalla en la que los españoles —con muchas ganas de conquistar el favor del emperador— se batieron el cobre como nadie. Y aquello, entonces, se convirtió en un sindiós: escalas por aquí de los imperiales, arcabuzazos por allá de los turcos apostados en lo alto de las murallas —y con lo que se terciara con tal de evitar el asalto—. Hasta que Pedro Gaitán, un soldado español, consiguió coronar el castillo de La Goleta con la bandera imperial. Game over, que dicen los ingleses.
En definitiva, gloria aquí gloria allá hubo mucha y para repartir. Así lo manifestó el emperador de su propio puño y letra a sus embajadores, para que la noticia de la victoria sobre Barbarroja la conociera la cristiandad con todo lujo de detalles; a los que anunció que la cosa no quedaría ahí, pues todavía restaba Túnez.
A por ella se fue con la alegría de la noticia recibida del nacimiento de su hija Juana. En el horizonte, pues, Túnez. Tocaba jugar para bingo; que ocurrió días después con un detalle anecdótico que merece la pena destacar: el alzamiento de los miles de cautivos que Barbarroja tenía presos en la ciudad, que se apoderaron de la fortaleza al salir de ella el turco chico con el grueso de sus soldados para hacer frente a la amenaza imperial. Total, que el turco chico logró salvar el pellejo y refugiarse en Argel. Si le querían atrapar, que fueran a por él. Y no enseñó el culo mientras lo decía por vergüenza. Al menos los cronistas no dicen nada de eso al respecto.
Como venganza por lo de Túnez, Barbarroja dejó Menorca meses después hecha unos zorros utilizando Argel siempre como base. Objetivo este último que quedaba pendiente en la lista del emperador, pero no de manera inmediata, lo que no sentó bien en tierras españolas tras conocerse el episodio de Menorca. Y más cuando, en lugar de hacerlo, Carlos decidió quedarse en Sicilia una temporada para descansar. Tal cual se lo dijo a la emperatriz por carta: «Lo cual se han sentido en el reino mucho, porque como las victorias que Nuestro Señor ha dado a V. M en la empresa de Túnez han gozado más particularmente los reinos de Nápoles y Sicilia y toda Italia, por haberles echado de allí tan mal vecino, así en el daño que se hace en estos por este enemigo que se siente más agora que en otro tiempo. Y de manera que no se habla de otra cosa…».