Tal día como hoy de 1556, al tipo que puso los pies en una playa le entró de inmediato un cuerpo sandunguero. No gritó aquello de ¡tierra! como Rodrigo de Triana por vergüenza, porque viajar en aquellos barcos era un ejercicio de fe. Así que el tipo, a pesar de que ya no podía ni con las coplas —físicamente, cuentan las crónicas, parecía un anciano con los ochenta en el horizonte cuando todavía andaba por la cincuentena—, y ante la sorpresa de todos se arrodilló en la arena y, como solía hacer el difunto Karol Wojtyla, besó la tierra que estaba pisando; que era la de su madre. Esa madre a la que, sin quererlo o no —de eso habría que discutir bastante—, se había encargado de destrozar su vida en connivencia con otros pájaros de cuidado. Algo de arrepentimiento habría de tener el tipo, pues dicen que le oyeron exclamar, tras besar la arena de aquella playa, algo así como salve, madre común de los mortales, a ti vuelvo desnudo y pobre del mismo modo que salí del vientre de mi madre.
Lo mejor del asunto es que aquel lugar que estaba pisando el tipo no era más que el preámbulo de un viaje que lo llevaría a cruzar la meseta —siglo XVI, insisto. El viaje, para verlo— hasta alcanzar su destino final, que no era otro que un monasterio perdido —entonces— de la mano de Dios en el norte de Extremadura que los del lugar llamaban Yuste.
En resumen, que un 28 de septiembre de 1556, Carlos I de España y V de Alemania llegó a Laredo, a la Playa de la Salvé, con ganas de irse para Yuste a descansar de una santa vez. Si le dejaban. Que esa fue otra.
Foto correspondiente al Desembarco de Carlos V en Laredo, celebrado el pasado fin de semana en la localidad cántabra.