«Yo he visto cosas que vosotros no creeríais…». ¿Recordáis esas palabras? Ese Roy Batty ―Rutger Hauer― confesándoselo a Rick Deckard ―Harrison Ford― antes de cerrar la sesión de replicante. De esos monólogos ya míticos del cine. Pues eso mismo, pero fijo, fue lo que le cascó cualquiera de los dieciocho supervivientes ―menos del diez por ciento de los que partieron, unos 240― de la primera vuelta al mundo que arribaron a Sanlúcar de Barrameda tal día como hoy de 1522, con Juan Sebastián Elcano al mando de la nao La Victoria, al primer paisano que se encontraron al poner pie en tierra. De todo después de zarpar de aquel mismo puerto casi tres antes, el 20 de septiembre de 1521. Que había que verlos: agotados, famélicos, enfermos, desnutridos… Un cuadro, vamos.
Y es que aquel viaje fue eso, EL VIAJE. Así, con mayúsculas. Ninguno otro se ha parecido ni se parecerá, salvo que decidamos darnos un buen garbeo por ahí fuera en plan similar, visitando planetas y tal, al que acometieron aquellos hombres. Para que os hagáis una ideal del percal que contarían aquellos dieciocho valientes: más o menos unas 14.000 leguas de viaje, llegando primero a América ―ya de por sí una aventura en aquellos cascarones de nuez por barco en los que se viajaba por entonces― y costeándola después; cruzando el estrecho que más tarde llevaría el nombre del capitán de aquella expedición ―Magallanes―; atravesando el Océano Pacifico ―inmenso ya de por sí―, con sus islas llenitas de paisanos que no habían visto a un europeo en su vida; luchando contra el hambre y el escorbuto, que se llevó por delante a tantos miembros de la expedición como aquellos paisanos cuando los europeos les rindieron visita; y hollando, al fin, el ansiado destino, las Islas de las Especias ―las Molucas―, el Dorado de Oriente; para después poner rumbo a España, que no era moco de pavo.
Para conocer lo sucedido en aquel viaje ―que costó 8.346.379 maravedíes. Un cojón de pato para la época― que he resumido en aquellas líneas, merece la pena echar un vistazo al relato que nos dejó Antonio Pigafetta, un tripulante italiano que formó parte de la expedición ―recuerdo: integrada por cinco barcos, de la que solo regresó uno―. Te sientes un tripulante más, sufres sus penurias, deseas llegar a puerto, sea el que sea, quieres acabar todo aquello cuanto antes. Como muestra de las penurias que pasaron Pigafetta y sus compañeros, estas líneas del italiano: “…La galleta que comíamos no era ya pan, sino un polvo mezclado con gusanos, que habían devorado toda la substancia, y tenía un hedor insoportable, por estar empapado en orines de rata. El agua que nos veíamos obligados a beber era igualmente pútrida y hedionda.
Frecuentemente quedó reducida nuestra alimentación a serrín de madera como única comida, pues hasta las ratas, tan repugnantes al hombre, llegaron a ser un manjar tan caro que se pagaba cada una a medio ducado”.
Una tripulación gloriosa aquella, llena de historias que darían para escribir novelas. Como la del jerezano Ginés de Mafra, uno de los cuatro supervivientes de La Trinidad, nave que una tormenta hizo pedazos, que regresó a España tras ser liberado por los portugueses de la cárcel en la que acabó durante el viaje; y que se encontró con un pastel delicioso: su mujer le había dado por muerto, por lo que decidió gastarse la pensión que le dieron por su marido y rehizo su vida con otro después de vender todas sus posesiones. De Mafra se lio la manta a la cabeza y se hizo a la mar de nuevo para convertirse en uno de los pilotos más afamados de la época.
Para la historia queda aquel viaje, y asimismo la inauguración de una nueva ruta hacia Oriente con la que disputar el comercio marítimo a los portugueses, repartido años antes por el Tratado de Tordesillas. Y también hechos tan magníficos como comprobar la existencia de un estrecho ―el ya referido de Magallanes― que conectaba el Pacífico con el Atlántico―, la extensión del primero de estos dos océanos, y para conocer otras culturas y territorios por descubrir. En definitiva, el primer paso para la globalización.