Paddy está hasta los huevos.
De su jefe, del trabajo, de los compañeros. De todo.
No hará ni una hora que pegó un portazo y antes gritó a quien quisiera escucharlo ―todos. Con el vozarrón que tiene se enteran de cualquier cosa que dice hasta los muertos― que los mandaba más alto que las estrellas. Cierto es que Paddy usó otras palabras más gruesas, pero no es hora ni momento de reproducirlas. Así que dejémoslo en que se marchó cabreado del trabajo.
Y ahí anda, calmándose a base de pintas.
Ya lleva la primera de las muchas que le refrescarán y calmarán por dentro. «Si es que me obligan», se lamenta para sí. Que si son una panda de cabrones, que si tal. Hay pavos laqueados con mejor pinta que la de Paddy.
A su lado se ha sentado un tipo que también ha pedido una pinta. En su caso, sólo ha bebido un dedo, si acaso. Paddy le ha echado un par de vistazos mientras le daba buenos meneos a la suya. El tipo luce un aspecto pulcro, bien cuidado. Buen traje, buena camisa, buenos zapatos. Comparado con los andrajos que él viste, llama la atención allí. Paddy trabaja como estibador en el puerto de Liverpool. Lindezas, las justas. Cajas para arriba y para abajo, tirar de músculos para esto y lo otro. Y todo eso por una mierda de sueldo que le da para pintas, calmar el hambre, pagarse una habitación en una pensión cuya dueña ―viuda de guerra―anda sobrada de malas pulgas, y poco más.
La subida de cuatro jóvenes al escenario del pub en el que está bebiendo le saca de sus cavilaciones; pub ―The Cavern se llama― que Paddy visita con frecuencia. Está cerca de la pensión, dos manzanas más allá de Mathew Street. Buena cerveza y música en vivo. Jazz, sobre todo, y de cuando en cuando grupos de chicos como el que acaba de subir al escenario. Los más, buscadores de oportunidades que sueñan con labrarse un futuro arrancando sonidos a las cuerdas de una guitarra.
Paddy compone una mueca de disgusto. La vestimenta que se gastan aquellos músicos, sus pelos… Demasiado largos para su gusto.
―¡Eh, Bob! ―se dirige a Bob Woleer, propietario del local, al que conoce de sobra―. ¿Y estos?
―Escúchales ―le pide el otro.
―¿Con esos pelos? ―prosigue con la misma cara de extrañeza.
―Tú, escucha.
―¡Maggie! ―chilla Paddy a la camarera―. Dame otra, que esta ―señalando la jarra vacía― se me ha caído.
―Se te ha caído… ―rezonga la otra.
―Que me va a hacer falta para aguantar esto.
Comienza a sonar la música. Se hace el silencio. Algún que otro murmullo.
―¡Coño! ―exclama sorprendido.
Uno de los que toca la guitarra, rostro sonriente, se mueve cantando delante del micrófono. Luce una buena melena al igual que sus otros tres compañeros, de esas que tanto gustan ahora, con el flequillo cayendo sobre los ojos. El bajita también sonríe. Paddy busca a Bob con la mirada. Compone una mueca de satisfacción.
―Oiga, pues no lo hacen mal, ¿verdad? ―se dirige por primera vez al tipo bien vestido que tiene a su lado.
Paddy sigue el compás de la canción tamborileando con los dedos en la barra. Aparentan ser muy jóvenes. Como mucho llegarán a los veinte años de edad, si acaso. Empiezan a gustarle.
El tipo bien vestido asiente como quien no quiere la cosa.
―Pero que nada mal.. ―le replica sin apartar la vista del escenario.
―¡Ya se lo decía yo!
―No estaría mal conocerlos…
Eso desea Brian Epstein, que es como se llama el tipo. Quizá se pueda sacar algo de ellos. Paddy está encantado. Esos chicos le gustan. Epstein lo ve.
―¿Otra pinta? ―le propone a Paddy.
―¡No le voy a decir que no! ―recibe Epstein por respuesta del otro tras apretarse la que acababa de pedir, ya mediada, de un trago―. ¡Esos chicos son buenos, pero que muy buenos!
Brian Epstein asiente. Paddy tiene razón. Tendrá que hablar con ellos cuando acaben de tocar.
El del 9 de febrero de 1961 sería el primero de los 292 conciertos de The Beatles. Ese día subieron al escenario John, Paul, George y Pete Best, al que poco después sustituiría Ringo Starr.
El resto ya es historia.