La frase “Quiero ser libre” tiene dos momentos épicos, al menos que se sepa, en la historia de la humanidad: el primero, cuando Los Chichos se decidieron a cantarla por primera vez —«libre, libre quiero ser / quiero ser, quiero ser libre». Temazo donde los haya—; y el segundo, cuando Rudolf Nureyev se echó en brazos de policías franceses en el aeropuerto de Le Bouget, en París, porque estaba hasta el gorro de vivir en la Madre Rusia. Nos centramos en este segundo. Así que, al lío.
Viajamos hasta 1961, al 17 de junio de aquel año. La Guerra Fría, más fría que nunca, con EE. UU. y la Madre Rusia con ganas de hostialidades que te rilas. Lo de que se mascaba la tragedia se queda corto con lo que se vivió en aquellas décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial; una carrera de soy el primero en hacer esto, pero mira que te dejo en bragas, que lo he hecho mejor que tú. Y así, hasta el infinito. Los rusos, entre otras cosas, fueron los primeros en mandar a un hombre al espacio y también en eso del ballet con el Kírov, considerado el mejor del mundo junto con el Bolshói.
El Ballet Kírov se dedicaba a hacer giras por todo el mundo para mostrar su arte, que también era una herramienta de propaganda de lo bien que se vivía y se hacían las cosas en la Madre Rusia. Uno de los integrantes de dicho ballet era un joven llamado Rudolf y apellidado Nureyev Con apenas veintitrés palos, la Biblia en verso sobre las tablas. Decían los que entienden del asunto que no se había visto nunca nada parecido. Y, claro, todo Dios hacía lo posible y lo imposible para no perdérselo. Los primeros que se lo pidieron, los parisinos. Y para allá que se fue el Ballet Kírov.
Desde su llegada a París, Nureyev ya provocó más de un dolor de cabeza a los gestores del ballet —y no menos a la KGB. Traía a sus agentes por la calle de la amargura—. Nureyev era homosexual, y eso en la Madre Rusia como que no estaba bien visto, como tantas otras cosas —era ilegal. Punto—, así que dedicó aquellos días en París a confraternizar con extranjeros y a visitar todo club que le decían o recomendaban. Y eso, toreando a los agentes de la KGB, que ya había que tenerlos para torearlos. París, en particular, y lo que se consideraba el mundo libre en general —el mundo occidental, depravado para los rectores de la Madre Rusia—, abrieron los ojos a Nureyev; y más camino del aeropuerto Le Bouget, donde el Ballet Kírov tenía que tomar un avión a Londres para proseguir la gira, cuando le comunicaron que él regresaba a Moscú. Que tienes que actuar para el Kremlin, camarada, ya ves tú. A primera vista, algo normal, pero cuando también le pusieron como excusa que su madre estaba enferma, como que empezó a buscar dónde narices estaba el gato encerrado. Con barrotes, el queso dentro y cuerda atada a la puerta, trampa.
Sea como fuere, y aunque hay versiones para todos los gustos al respecto —desde los que dicen que pegó una pirueta para escapar de los agentes de la KGB y así lanzarse en brazos de los policías franceses, hasta que todo fue muy correcto, sin gritos ni aspavientos–, lo que cuenta es que Nureyev pidió no volver nunca más a Rusia. En consecuencia, se quedó en Occidente, donde se convirtió en una estrella. ¿Volver a Rusia? En 1987, ya con la Perestroika desmontando el andamio de la Madre Rusia, para visitar durante dos días a su madre, moribunda y viviendo en la pobreza.
Por cierto, a quien le interese el particular, recientemente se ha estrenado El Bailarín, película-documental —biopic lo llaman ahora—dirigida por Ralph Fiennes, que detalla cómo fue el suceso. Por si os interesa.