Tal día como hoy de 1507…

Tal día como hoy de 1507 nació Fernando Álvarez de Toledo y Pimentel, tercer duque de Alba. Más bien el gran duque de Alba. ¡Qué tipo! Amado por sus soldados —no pocos lloraron como niños al enterarse de su muerte cerca de Lisboa, en 1582, fuera de su tierra y sin despedirse de su mujer— y odiado por sus enemigos. Genio y figura. De que al duque le llegara muy pronto la hora de ser lo que fue la tuvo él mismo, pero también la muerte de su padre, García, en lo que se conoce como Desastre de los Gelves, en 1510; cuando los españoles quisieron establecer allí una fortaleza para apoyar las conquistas de otros territorios africanos y la cosa acabó malamente, tra tra, para el padre del duque y miles de españoles, criando malvas en aquellas tierras. Tres años tenía la criatura cuando pasó aquello. Como consecuencia, don Fadrique, abuelo y primer duque de Alba, se encargó de la educación del nieto. Por resumir, lo convirtió en un tipo destinado a convertirse en un mito. Con un odio infinito hacia el musulmán, una defensa encarnizada de la fe católica y un servicio sin resquicios a su rey, se presentó ante lo muros de Fuenterrabía —hoy Hondarribia— con diecisiete palos para darle cera como si no hubiera un mañana a franceses y navarros, que ocupaban la plaza. Agradecido por la ayuda una vez obtenida la victoria, fue nombrado Gobernador y le cayó una bronca de su yayo de tres pares —mira que si te matan, mira que si tal, mira que si cual—. Aunque Fadrique estuviera más que orgulloso de su nieto.

Ya en 1532, muerto el abuelo, Fernando se convirtió en duque de Alba, el tercero de la saga, y comenzó su despegue hacia la inmortalidad. En compañía de su amigo del alma Garcilaso de la Vega y del emperador Carlos V, se fue para Viena para defenderla de Solimán el Magnífico y sus huestes, que iban con tanto o más cuerpo de jarana que en 1529; se forjó una leyenda de tipo de una pieza con la toma de la Goleta y de Túnez en 1535. De esa campaña se trajo como recuerdo la armadura de su padre, García; salvó el pellejo del emperador y de más de uno en el desastre de Argel en 1541; y regaló a Carlos V, del que era mayordomo mayor desde 1541, su victoria más sonada en Mühlberg, en 1547.

En 1548 se convirtió en mayordomo del hijo del emperador, Felipe, al que acompañó en un viaje por Europa para que lo fueran conociendo —y vaya si lo conocieron años más tarde—, y también por Inglaterra. Es más, fue uno de los quince grandes de España que asistió a su boda con María Tudor en 1554. Sería todo lo que vieron el pelo a Felipe más allá de los Pirineos, porque nunca más salió de España. Todo lo que le sobró al padre, le faltó al hijo. Como lo de Italia era un avispero desde los tiempos de su padre por culpa de los franceses y sus ganas de estar presentes en todas las salsas con la connivencia del papa de turno, Felipe II le dijo que todo tieso para allá y a defender las posesiones españolas en aquella península. Como era de esperar, Fernando cumplió y se presentó en Roma al frente de más de 12000 soldados. Paulo IV, recordando lo ocurrido en 1527, le dijo que se acababa la tontería y he aquí la paz por su parte. Los franceses, por la suya, con el duque de Guisa —el héroe de Metz— al frente, se retiraron para Francia echando leches porque tropas de Felipe II habían derrotado a las francesas en San Quintín y no estaban las cosas como para dejar el reino desatendido. Para sellar la paz entre los dos países una vez establecida en la Paz de Cateau-Cambresis, en 1568, se desarrollaron unas jornadas en Bayona a las que asistieron la reina y esposa de Felipe II, Isabel de Valois —francesa, sí. Una de las consecuencias de aquella paz— y el duque en representación de Felipe que, como dije antes, lo de salir de España, como que no. Con esta hoja de servicios le daba más que suficiente para pasar a la eternidad de manera impoluta, pero las cosas se pusieron en Flandes con peor cara que los pollos de algunos supermercados. Cosas de la religión.

Así que Felipe II lo mandó para allá para apaciguar ánimos, y la lio parda. Su Tribunal de los Tumultos —de la Sangre lo llaman todavía por aquellas tierras— le generó tal cantidad de odio y animadversión que fue incapaz de apagar un incendio que ardería durante algunas décadas más. Bien es cierto que la idea del asunto era acudir para allá, imponer la ley y esperar la llegada del rey para impartir justicia. Aquello del palo y la zanahoria, pero al llamado rey prudente no se le vio el pelo por aquellos lares entre unas cosas —muerte de su esposa— y otras —levantamiento de los moriscos en 1568—. Vuelto a España tras lo de Flandes, los jaleos de palacio —gente que se la tenía jurada desde hacía años. Entre el príncipe de Éboli y sus partidarios se encargaron de que no tuviera una existencia tranquila— y la defensa de su hijo, casado en secreto y por poderes con una mujer sin el consentimiento real, provocaron su destierro en Uceda. De allí le rescató el rey porque le necesitaba para convertirse en rey de Portugal. La idea era ir por las buenas una vez fallecidos sin descendencia Sebastián I y su sucesor don Henrique de manera seguida, por lo que reclamó sus derechos al trono por ser hijo de quien era —de Isabel, la emperatriz e hija del rey Manuel I—. De las malas de encargó Fernando Álvarez de Toledo, que comandó un ejército que derrotó a los portugueses en agosto de 1580 cerca de Lisboa. De allí nunca más saldría el duque. Falleció en diciembre de 1582 sin que el rey le concediera permiso para regresar a España y atender a su mujer, gravemente enferma. Él también lo estaba, pero esa es otra historia.

Si os pasáis por el convento de San Esteban de Salamanca podréis visitar sus restos, que reposan en una de sus capillas desde 1983.

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