Tal que el 25 de noviembre de 1556, al emperador Carlos V —que ya no lo era desde que abdicó el 25 de octubre de 1555. El título imperial se lo endosó a su hermano Fernando, pero le molaba que le siguieran llamando como tal— se le antojó visitar las obras del palacio que había ordenado construir adosado al Monasterio de Yuste para su retiro. Que ya había que tener antojo.
A ver, poneos en el siglo XVI: un lugar donde Cristo dio las tres voces, perdido de la mano de Dios, sin un camino decente a leguas, alejado de las principales vías de comunicación de Castilla. Si se trataba de dedicarse a la vida contemplativa lo que le quedara en este valle de lágrimas, anda que no tenía dónde elegir: el Monasterio de Guadalupe, famosísimo ya en su época, o el de Poblet, en Cataluña, por poner ejemplos. Pero fue a escoger —razones, muchas. Nos podríamos tirar horas hablando sobre el particular— uno donde dio Cristo las tres voces.
Ahí, sí. Yuste.
Con razón sus sirvientes andaban con una cara de ajoporro que les llegaba hasta el suelo. Allí, hasta que el colega la palmara. Vale que cuando abdicó no estaba para muchas coplas —entre dolencias y demás, una treintena de cosas. Lo suyo era un décimo de lotería que toca sí o sí—, pero aquellos sirvientes tampoco sabían a ciencia cierta cuánto tiempo más aguantaría por estos lares el que fuera emperador del Sacro Imperio Romano Germánico y el primer Carlos rey de España.
A lo que iba: el 25 de noviembre de 1556, el emperador dijo que quería visitar su chabola y allá que se fueron unos cuantos en su compañía para darle gusto al hombre. Que sí, que se sentía como en casa alojado temporalmente en el castillo del conde de Oropesa —actual Parador Nacional—, pero tu casa es tu casa.
Legua y cuarto de viaje, ojo. Eso, en el siglo XVI, y en noviembre. O sea: caminos para verlos, a las seis de la tarde claridad malamente, tra tra. Un cuadro. Pero se fue. Y le encantó lo que vio, oigan. Tanto, como para que le oyeran decir «pues no es tan fiero el león como lo pintan». Esto viene porque sus acompañantes estaban hasta los mismísimos o más de Jarandilla de la Vera, de su clima, etcétera. Valga como ejemplo que en aquel mes de noviembre llovió como si no hubiera un mañana. Y una rasca…. Y una niebla… Con razón se quejaba Luis Méndez de Quijada, mayordomo de su majestad, a su secretario en Valladolid, Juan Vázquez de Molina, al que rajó de Jarandilla todo lo que quiso y más por carta: que si allí llovía más en una hora que en todo un día en Valladolid, que si la niebla era tan densa que no se veía a un pavo a dos pasos de distancia. No, a ojos de Luis Méndez de Quijada Jarandilla de la Vera en particular y la comarca de La Vera en general no eran las Bahamas; y más cuando un lugareño le dijo que muy bien, pero que en Yuste el patio era aún peor. Para cortarse las venas.
Pues no, para Carlos V Yuste no era tan fiero como se lo habían pintado. Por eso se fue hasta allí ese 25 de noviembre de 1556 para ver el patio con sus propios ojos. Y le encantaron el sitio, las vistas, las obras… A las personas que estaban a su servicio, en cambio, como una patada en los huevos. Para qué vamos a marear más la perdiz.