El 5 de diciembre de 1536, el emperador Carlos V desembarcó en Palamós (provincia de Girona) después de tirarse unos cuantos días —según las cuentas que echa Foronda y Aguilera, veintiuno— navegando por el Mediterráneo y no menos meses fuera de casa, guerreando contra el turco en Túnez —la toma de La Goleta tuvo lugar el verano anterior—, y visitando sus territorios italianos para preparar la guerra contra el francés, una más; hostialidades, las de esta ocasión, que le trajeron la mala noticia de la muerte de Garcilaso de la Vega —además de poeta, también era soldado. El emperador le tenía en gran estima— al intentar tomar un castillo en Francia. Cuanto tuvo conocimiento del hecho, mandó degollar a toda la guarnición de aquel castillo como castigo, y allí no quedó vivo ni el aire que respiraban sus moradores.
Desembarcó en Palamós, decía; y envió un correo —que tuvo que cabalgar lo que no está en los escritos. Esto ya son suposiciones mías. Comprensibles, ahora lo veréis— a la emperatriz Isabel «para que le esperase en Tordesillas, sacando la Corte de Valladolid, para preparar el aposento». En cristiano, que tengo unas ganas de verte que no veas. Que la última vez que eso ocurrió fue en marzo del año anterior, esto es, en 1535.
Por partes, que solía decir el amigo Jack. El emperador quería tener controlado el redil, y de cuando en cuando también le tocaba liarse a zurriagazos contra el francés o contra los príncipes alemanes —que no tardarían en levantarse contra él—, así que alguien de su confianza había de quedarse al frente de los asuntos del reino. Y ese alguien de confianza fue, cómo no, su esposa, la emperatriz Isabel.
Y saber el uno del otro, sabían mucho, dado que se escribían con frecuencia. No tanta como hubiera deseado Isabel, bien es cierto, pero hasta en eso logró reconducir al mojón de su esposo; que se interesaba por ella en todo momento, pues a la emperatriz le pegaban unos arrechuchos del copón cada vez que él se marchaba a dar vueltas por esos mundos de Dios.
Que no se querían poco lo muestra el hecho de que se cartearan preguntándose que qué tal estás, churri, que no te pases con la comida, que luego te entra la gota y todo eso —está probado que la emperatriz le enviaba membrillo cuando eso ocurría, ya que el emperador era incapaz de llevarse nada al estómago—, etcétera. A modo de ejemplo, sus despedidas por carta, que eran épicas, y también reflejo del amor que se profesaban: que si «beso las manos de vuestra majestad», le decía ella, y «beso esta hoja de papel con la misma ternura y calor que besaría vuestros labios si estuviera con vos». Y vosotros, con la Isla de las tentaciones.
Así que cómo no iba a pedirle el emperador a su amada —o suplicarle, insisto por mi cuenta— que todo tieso para Tordesillas y llévate la Corte para allá y todo lo que haga falta. Que estaba bien verla todos los días en el retrato que siempre llevaba consigo, pero no hay nada como tener a tu amor a tu lado, disfrutar de él, etcétera.
De aquel esperado encuentro de la parejita nacería meses después un niño, el infante Juan, que falleció a los pocos días, el pobrecillo. Esas cosas de la vida, y más en aquella época.