Que sí, que la Madre Rusia tiene sus cosillas, pero que los amigos de enfrente, o sea, los estadounidenses, también tienen lo suyo. Un ejemplo es del 19 de junio de 1953, día que mandaron al matrimonio Rosenberg a la freidora —a la silla eléctrica, vamos— por un quítame allá esos secretillos nucleares supuestamente puestos en conocimiento de la Madre Rusia. Supuestamente, que el asunto tiene su miga.
Tras el fin de la guerra fría quedó claro que nos íbamos a reír un rato —por suerte no tanto como pudo haber sido y muchos temieron en su momento— con eso de buscarse las cosquillas las dos superpotencias resultantes del conflicto, esto es EE. UU. y la URSS —la Madre Rusia y todas sus Rusitas juntas—. Lo que de verdad calentó el panorama tanto como el palo de un churrero tras dar vueltas y vueltas a la masa con el aceite pegando chillidos que espantan, fue la primera explosión nuclear soviética, que tuvo lugar en 1949. Y claro, achtung! En Washington se pusieron de los nervios al saber que los rusos ya jugaban en la primera división de eso de controlar el átomo y usarlo con fines destructivos. En consecuencia, el mundo enfilaba el camino hacia la autodestrucción y sin necesidad de que Angus Young —aún le faltaban dos años para ver la primera luz— arrancara solos a su guitarra como acompañamiento.
La pregunta que se hicieron aquellos días en Washington era de dónde narices habían sacado los rusos el conocimiento necesario para desarrollar la bomba atómica. Porque lo que tenían clarinete desde 1945 es que existía una red de espías soviéticos desplegada por los países occidentales. De hecho, un físico nuclear británico —Allan Nunn May— cantó que sí, que él había pasado información a los rusos relacionada con la investigación atómica. La gracia le costó unos cuantos años de cárcel. Tras él también cayeron otros científicos colaboradores de la Madre Rusia.
¿Y asimismo por EE. UU.? Los habría, que para eso el senador Joseph McCarthy —un pájaro de cuidado— se dedicó a perseguir a todo aquello/aquel/aquella que oliera a comunista a lo largo y ancho del país. La china le cayó al matrimonio Rosenberg —Julius y Ethel—, dos neoyorkinos que pagaron el pato. Porque resulta que Ethel era hermana de David Greenglass, un maquinista que trabajaba en el centro de investigación nuclear de Los Álamos, lugar donde se coordinó el Proyecto Manhattan, cuyos hijos fueron las bombas que borraron del mapa a Hiroshima y Nagasaki.
A David lo trincaron en 1950 acusado de espionaje. Viendo que le iba a caer la del pulpo —si la Madre Rusia no se anda con tonterías en estos menesteres, menos los americanos—, cantó hasta su primera nana; en la que aparecieron los nombres de su hermana Ethel y de su cuñado Julius. Ellos le obligaron a recabar información para pasársela a los rusos, confesó. Sí, porque aquellos dos eran comunistas —pertenecieron al Partido Comunista de los Estados Unidos en su juventud—, por resumir.
Total, que Julius y Ethel fueron detenidos, y en el juicio —conforme pasan los años crecen las sombras sobre el mismo. Incluso se ha sabido que el Gobierno americano del momento no estaba nada convencido de que ambos fueran culpables— David juró y perjuró que su hermana había transcrito los datos obtenidos para hacérselos llegar a diplomáticos rusos. Hubo protestas internacionales, presiones de todo tipo, etcétera, pero lo que cuenta es que 8. No estaban las cosas para bromas en aquel momento y menos si tenían tufillo comunista.
Antes de morir, Ethel Rosenberg escribió lo siguiente: «La historia nos recordará a mi esposo y a mí: somos las primeras víctimas del fascismo americano». Treinta años después, Bob Dylan dedicó esta canción al matrimonio: