25 de abril. Una fecha llena de simbolismo en Portugal. El fin de una dictadura, la de Antonio de Oliveira Salazar. Cuatro décadas haciendo lo que le salía de los cojones. Aquel día de 1974 pasó a la historia por muchas cosas. Por una canción, por unos claveles, pero sobre todo por las ansias de libertad de un pueblo que, por si aún hay alguno que no se ha enterado, es quien más ordena.
Que la dictadura del tal Salazar ya era una rémora lo sabían desde el Algarve hasta Valença do Minho; que desde 1968, y a raíz de un derrame cerebral que le incapacitó para gobernar, se camufló en una suerte de democracia con menos veracidad que la Pantoja llorando en Telecinco. A saber: Constitución a medida, presidente de la República con funciones sólo representativas y elegido a voluntad de Salazar, un parlamento corporativo que se limitaba a sancionar leyes…
Pues eso, la Pantoja soltando lagrimones como uvas, porque los portugueses todavía tenían que lidiar con censura de prensa o el control de la justicia, y nada de partidos y manifestaciones, que esas cosas enredan mucho a la gente y para qué queremos más días de fiesta después. Uvas gordas, pero gordas, gordas.
En estas llegó al poder un nuevo presidente, Marcelo Caetano, con ciertas ansias de profundización democrática. Lo mismo que en España, aunque a diferente escala, con Arias Navarro y su famoso espíritu del 12 de febrero. Con la diferencia de que el ejército, que en la dictadura de Franco pintaba y mucho, en Portugal nunca había sido espina dorsal del llamado Estado Novo de Salazar. Sí mostraba una actitud dócil, sobre todo cuando le caía alguna que otra prebenda, pero el panorama no era el mejor. Nada del otro mundo. Panorama en el que las guerras que se libraban en las colonias ―Guinea-Bissau, Angola, Mozambique…― ayudó a cambiar la percepción de ciertos militares ―innecesarias e irracionales a sus ojos― acerca del Gobierno que los mandaba allí sin ton ni son; a lo que hay que unir que muchos militares, nuevos en la escala, eran de extracción humilde ―algunos habían pasado más hambre que Carpanta en la posguerra, que ya es decir― y conocían el percal que se cocía en la sociedad portuguesa.
Así que vamos para bingo. Que comenzamos a madurar cuando varios oficiales impregnados de aquellas ideas regresaron a la metrópoli tras guerrear en las colonias, que fueron esparciendo entre sus compañeros. De esta manera surgió un movimiento ilegal dentro de las fuerzas armadas, el Movimiento de las Fuerzas Armadas (MFA), de tendencia izquierdista ―para hacer la fiesta completa―, para ir caldeando el asunto. Lo demás se lo dejaron al pueblo portugués.
El bingo, ya maduro, se empezó a cantar a eso de las once menos cinco de la noche del 24 de abril, cuando por la radio se pudo escuchar la balada E depois do Adeus, de Paulo de Carvalho; la señal del inicio del operativo para las unidades militares confabuladas. El ejército comenzó a salir a las calles; y se remató a eso de las doce y media de la madrugada, cuando los primeros compases de Grândola, Vila Morena, de José Afonso, fueron emitidos por Radio Renascença, la emisora del episcopado portugués. Canción, ojo, prohibida por ensalzar la fraternidad y que cerró un mes antes, el 29 de marzo de 1974, un concierto de Amália Rodrigues en el Coliseo de Lisboa al que, cosas de la vida, asistieron varios integrantes del MFA.
Lo demás se puede resumir en el gesto de Cecilia Martins Caseiro. ¿Quién es? Una mujer que caminaba por las calles de Lisboa aquella mañana del 25 de abril de 1974 con varios ramos de claveles en sus brazos. Venía de comprarlos para el restaurante en que trabajaba, que cumplía su primer aniversario, por lo que sus dueños querían celebrar una fiesta. Pero estalló la revolución y se suspendió la fiesta, por lo que se marchó a casa con los claveles apoyados en la cadera. En esto se cruzó con un soldado sublevado, que le pidió un cigarrillo. Le contestó que no tenía, pero que si quería un clavel, pues vale. El militar lo cogió y lo metió en el cañón de su fusil.