Adiós, mi señor

Mi señor,

Qué gracia te hacía cuando te lo decía, ¿eh, Adolfo?  Que qué cachondo, que qué ideas tienes. Todo eso. Ahora, vas y te mueres. Así, de sopetón. ¿Te parece bonito? ¿Qué hacemos los que quedamos en este valle de lágrimas?

¿Llorarte?

No. Ni mucho menos.

Y te voy a decir la razón: porque no te has ido. Las personas como tú, que lo dabas todo, que dejabas tu impronta allá donde ibas, nunca se van. Sois eternas. Ojo. Eternas; que no es una tontería cualquiera. Es más, ya eres tan eterno como ese emperador al que encarnabas en cualquier evento o acto en el que se requería tu presencia.

Si es que lo clavabas, jodio. Hasta la cojera. Que más de uno y de una te preguntaban qué te había pasado y respondías que era cosa del papel. Lo clavabas. ¿Dónde está el emperador? ¡Que venga el emperador! No que venga Adolfo, no. El emperador. Porque tú eras el emperador, ese Carlos I de España y V de Alemania que se vino para Yuste harto de todo y de todos. Tú eras ese, y todos te identificaban con él. Sabes lo difícil que es eso, ¿verdad? Ya ves, tú lo conseguiste.

¿Recuerdas la primera vez que nos vimos? Yo sí: en el Parador de Jarandilla de la Vera, donde acudí para dar una charla dedicada al emperador. Te vi en primera fila y dije: ¡coño, pero si es el emperador! El día anterior habías encarnado, como tantas veces, ese papel en la recreación de su paso por Tornavacas. Te reíste lo que no está en los escritos y más. Siempre te descojonabas cuando te enseñaba cómo te tengo en la agenda de contactos de mi teléfono. Adolfo, mi señor el emperador Carlos V. Qué cabrón, me decías.

Quién nos iba a decir que la presentación de mi última novela en el Parador de Jarandilla de la Vera sería la última vez que nos veríamos. ¡Pedazo actuación te marcaste! Te pedí que entraras una vez empezada la presentación y la reventaras. ¡Vaya si lo hiciste! ¡Qué interpretación! Si es que eras la encarnación del emperador. Cómo se reían José Luis y Fermín y tú amenazándolos con el bastón. Tremendo.

Y ya ves. Ya no habrá más llamadas ni tampoco más whatsapps. Ahora que te has ido no sabes el enorme vacío que dejas. Como persona y como emperador. Sí, todo eso de que otros vendrán que te harán olvidar y tal. Lo dudo. Digo lo de hacerte olvidar. Imposible, colega, como te gustaba decir. Vendrán otros, eso está claro, pero el agujero —no hueco, sino agujero. Bestial— que has dejado nunca se podrá llenar. ¿Y sabes por qué? Porque el cariño, el corazón y la ternura que desprendías, que transmitías y regalabas son únicos. Eran tuyos y contigo se han ido.

Me quedo con el abrazo que nos dimos al despedirnos la última vez que nos vimos y, sobre todo, con ese vídeo que me regalaste y que ya queda como un recuerdo eterno tuyo. Pero ten seguro que ya no habrá más emperadores ante los que me arrodille. Tú eras ese, mi señor. Nadie más.

Buen viaje, Adolfo. Se te echará mucho de menos.

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