Baja el termómetro y ya os estáis acojonando; y luego encendéis la tele y para qué queremos más días de fiestas. ¡Quince bajo cero en Molina de Aragón! ¡Se te hielan los pelos de donde sea!, chilláis poseídos de un miedo que ya quisiera Hitchcock para sus películas. Que sí, frío y todo lo que queráis.
Pero para frío de verdad, o sea, del que te vas patas abajo y lo que sale lo hace congelado –ni tiene tiempo de caer al suelo en su estado natural sea cual sea el elemento expulsado, si líquido o sólido— el que disfrutaron tal día como hoy de 1933 en Oimiakón, en Siberia. Setenta grados bajo cero. 70, que en número mola más. La temperatura más baja jamás registrada en un lugar habitado. Unas quinientas personas persona arriba persona abajo viven allí. Y ni se enteran, oigan; porque viven tan adaptados al entorno que puede el grajo ponerse a caminar que ni se inmutan. Entre la central térmica de carbón que da calor a la ciudad y que sellan puertas y ventanas, tan panchos. Eso sí, paseos de veinte minutos por la calle como mucho y sin pasarse; y trabajos en el exterior, los justos.
Eso sí, lo de comer… Dieta basada en carne y pescado —todo crudo y congelado— y lo que se dice frutas y verduras, pues chungo verlas por allí. Entre que no se puede cultivar nada y llega lo que llega, pues a tirar de aquello primero. No obstante, disfrutan de unos manantiales termales que, además, proporcionan el agua necesaria para subsistir. No todo iba a ser malo.
Así que apuntad: Oimiakón. Por cierto, ya que estamos ¿y la temperatura más baja de verdad, o sea, donde corre el viento y no hay ni Blas para verlo ni sentirlo? Que seguro que también os lo estáis preguntando. Eso lo disfrutaron los integrantes de la base Vostok, en la Antártida. 89,2 grados bajo cero. Aunque, como dice un amigo bilbaíno, lo ideal son los cero grados. Ni frío ni calor. Eso dice el cabrón. Y te tienes que reír de la manera que lo cuenta.