El hundimiento del ‘Maine’

Para los que se quejan de las fake news y esas mentiras que circulan últimamente por aquí, que sepan que lo único que hacemos es copiar lo que se conoce; que lo de inventar noticias es más viejo que uno de los palillos con los que se hurgaban los dientes los hombres de Atapuerca. Porque tal día como hoy de 1898 tuvimos, posiblemente, la mejor de las pruebas de lo que se puede lograr con una buena noticia falsa.

Para empezar, los hechos, los de verdad. Lo que pasó: Puerto de la habana, a eso de las 21:40 de la noche. Calma, algún que otro grito, voces subidas de tono y balanceo de los barcos sobre sus aguas. A esa hora voló por los aires un crucero norteamericano, el Maine, debido a una explosión en su proa. Resultado: 266 muertos entre marineros y oficiales. ¿El origen de la explosión? La mayoría de los oficiales que investigaron el incidente concluyeron lo mismo: una combustión espontánea de polvo de carbón en el interior del barco y el susodicho crucero al fondo del mar matarile, rile, rile.

Ahora, las consecuencias, que no fueron graves: el presidente de los EE. UU. del momento, William McKinley, echó la culpa a los españoles y se lio parda; el paso previo a una guerra entre ambas naciones que acabó como todos sabemos.

Y para rematar el asunto, el protagonista de los hechos: William Randolph Hearst, editor norteamericano —del New York Journal, para ser concretos—, un tipo sin escrúpulos cuyos colmillos chorreaban sangre de continuo; le iba la marcha cosa fina al colega.

El asunto estaba ya regulero entre españoles y americanos por un quítame allá esa independencia que buena parte de los cubanos reclamaban. Los norteamericanos, como siempre, en todas las salsas, azuzaban a los cubanos para que echaran a los españoles de la isla y se convirtieran en dueños de su propio destino. Así que, con ese percal, Hearst mandó a la isla a uno de sus dibujantes para que contara in situ cómo estaba el patio toda vez que desde sus diarios se dedicó a pintar un panorama apocalíptico: que si insurrecciones, que si lucha encarnizada; que si insurgentes cubanos a los que los españoles dejaban morir de hambre; que si la isla era menos segura para los americanos que un fajo de billetes a la vista de un político… —que me perdonen los honrados, si es que los hay—.

¿Y qué encontró de todo eso al llegar a la isla? Ni un triste incidente que llevarse a la boca. Le fue con el cuento a Hearst. Que si aquí no hay nada de lo que contamos en el periódico, que aquí estoy perdiendo el tiempo, que yo me quiero volver para Nueva York… Eso, en un telegrama. La respuesta de Hearst: “Yo hago las noticias”; que había que vender periódicos, lo único que le interesaba; pues llevaba en guerra desde hacía años con el otro gran editor del momento, Joseph Pulitzer, por ver quién vendía más periódicos a fuerza de publicar la noticia más gorda, la más sangrienta, la más sensacionalista. Y fue enterarse de la explosión y caldear el ambiente contra los españoles todo lo que pudo y más, a los que culpó de la explosión, faltaría más, por mucho que su gente desplazada en la isla, al igual que el resto de periodistas americanos, recomendaban abordar el asunto con prudencia. Vamos, que puso al pueblo americano más caliente que el palo de un churrero. Y se acabó liando parda. Es lo que tiene atizar el brasero, que saltan las chispas y luego calienta que da gusto. Pues eso.

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