Sitúo la escena: el frío y el viento cortan la cara. La de los trabajadores, que ahí esperan, al pie de la bahía, mientras políticos de todo pelaje se deshacen en elogios mutuos. Debió de ser algo memorable.
Esa bahía. Esos casi tres kilómetros de distancia que separan ambas orillas. Y en medio, cruzando las tempestuosas aguas que el Pacífico empuja tierra adentro, la nada. Nada que vadeará un puente concebido por un ingeniero llamado Joseph Strauss. Lo presentó como una solución ideal para unir las dos orillas de la bahía de San Francisco, que ahora sólo se puede cruzar en ferry. «El puente es la solución». Eso repiten el ingeniero, los políticos y todo el que pinta algo en el asunto. Una orgía de hierro de 2,7 kilómetros de largo y 227 metros de altura. Dicen que, sólo en alambres, la cantidad dispuesta para la obra daría tres veces la vuelta a la Tierra. Los trabajadores apenas pestañean. Los políticos, a lo suyo: se recrean contemplando la bahía y el espacio que, en unos años, estará ocupado por el delirio metálico que aquellos tipos bien trajeados ya se han encargado de presentar como una de las mayores innovaciones a las que jamás se haya enfrentado el hombre. «Nos ha jodido ―masculla un obrero―, que ellos no se van a jugar la piel como yo». Por un puñado de dólares al mes; la necesidad de trabajar para dar de comer a la familia. Que las cosas en 1933 no están siendo fáciles, ni mucho menos. Ni las obras tampoco lo serán. Lo sabe el obrero que dejó aquellas proféticas palabras en el aire y muchos de los que le rodean. Las obras. Las de ese puente al que una mente brillante se le ha ocurrido llamar ‘Golden Gate’. La Puerta Dorada. Ahí es nada. California, el sol y todas esas metáforas. Después de los discursos, los trabajadores se santiguan. Según los cálculos más optimistas, les quedan cuatro años de trabajo por delante. Cuatro años para sortear la pobreza y el hambre, que no es poco. Y con suerte, para comprar un coche con el que cruzar ese puente en el que una decena de ellos se dejarán la vida, también como poco. Lo saben y se encogen de hombros. Dar de comer a una familia tampoco es fácil.
Pues eso, que hoy hace ochenta y tres años comenzó la construcción del Golden Gate, que sería durante algunos años el puente colgante más largo del mundo y la mayor obra de ingeniería de su época. Puente que finalmente se inauguró en abril de 1937.
Del resto, algo hay a destacar. Mismamente, el inicio de un caso que daría mucho de qué hablar. Para empezar, muchos titulares de prensa. La culpa la tuvo un capitán de artillería del ejército francés llamado Alfred Dreyfus. De origen judío, hoy hace ciento veintiún años fue acusado de espiar a favor de Alemania. El juicio fue de todo menos imparcial, que le cargaron de todo tipo de irregularidades basadas en pruebas tan débiles como las mismas acusaciones que le cayeron. Total, que a Dreyfus le despojaron de su rango militar de la forma más humillante que uno se pueda imaginar. El caso no quedó ahí, sino que sacó a la luz el antisemitismo que se respiraba, sentía y vivía en el ejército de Francia.
¡Ah! Y hoy hace cuarenta y ocho años llegó al poder en Checoslovaquia —para los más jóvenes: sí, ese país existió hasta no hace más que un par de décadas— Alexander Dubcek. El tipo lo hizo con aires democratizadores. Eso, en aquella Checoslovaquia, con la madre Rusia velando por su destino. Y no se le ocurrió otra cosa que abrir el país al exterior. ‘La Primavera de Praga’, llamaron al intento. A Rusia le iba a ir con ésas. El Pacto de Varsovia devolvió a Checoslovaquia al invierno, que para la madre Rusia aún no había llegado el tiempo de la primavera, ni tampoco del verano. Por si acaso.
Y hoy hace ciento trece años se largó de este valle de lágrimas Práxedes Mateo Sagasta, presidente del Gobierno de este país llamado España en siete ocasiones entre 1870 y 1902. Dicen que habilidades retóricas como las suyas no se han vuelto a ver en el parlamento español. Comprensible, y hasta creíble. Más viendo lo que hay ahora. Para echarse a temblar.
Sed buenos y felices si podéis… U os dejan.