Otro local despojado de su alma, otras paredes que podrían contar tantas y tantas cosas. Las del Café Manila, en plena plaza del Callao de Madrid. En su caso murió hace algo más de veinte años. Con nocturnidad y alevosía, según los damnificados. Una madrugada de jueves, un trasiego de papeles, cerraduras nuevas y cartas de despido. Fin de la historia, o más bien de la Historia, con mayúsculas.
En él situé varias escenas finales de Se llamaba Manuel, esos encuentros entre el general Malo de Molina y el teniente Saavedra; esos instantes en los que uno saboreaba la agonía del camarada Stalin en un vaso de whisky mientras el otro, sediento de venganza como estaba, se bebía de un golpe sus ansias de calmarla. Y ante ellos, la mejor vista posible de la entonces Avenida de José Antonio, vestida con luces de neón y carteles que anunciaban las mejores películas del momento, por las que desfilaban Hollywood y su glamur, un mundo al alcance de unos pocos, muy pocos, elegidos; dispuesta a recibir a lo mejor de lo mejor, a lo más granado, en sus salas de fiesta o en cafés como Manila, donde dejarse ver y que te vieran en un ejercicio con posibilidades de futuro.
Una cafetería a la americana, como la California. Locales grandes en algunos de los lugares más emblemáticos de Madrid. Calidad, rapidez y limpieza, mucha limpieza. Un lujo. Los ojos del todo Madrid, que cambiaban de local como quien —podía— lo hacía de muda buscando siempre donde el sol más calentara.
Esos locales donde hablar, charlar, conversar eran verbos en presente, y que el tiempo convirtió en pasado perfecto, finiquitando una extirpe de lugares, un modo de vida que nunca fue mejor ni peor, sino distinto.