A Neil Armstrong le salió aquello de «un pequeño paso para el hombre, un gran paso para la humanidad» cuando pisó la luna el 20 de julio de 1969; que fue la primera vez que un habitante de este planeta se dio un garbeo por territorio lunar. Aunque en eso de garbeos espaciales, o sea, por donde nadie lo había hecho antes, el honor le cupo a Alexei Leonov. Que las pasó canutas, por no decir otra cosa peor.
Porque el 18 de marzo de 1965, el tal Leonov se convirtió en el primer ser humano en eso de darse una vuelta por el espacio, de lo que se enteraron hasta en Villatobas de Arriba gracias al poderoso aparato de propaganda de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas —lo que antes era Rusia, vamos—. De lo que no se enteró nadie es de que Leonov pasó las de Caín allá arriba.
Por resumir, rusos y americanos llevaban años a la gresca con eso del espacio. Quién era el primero en lanzar una nave, en pasear por el espacio, en llegar a la Luna. Etcétera. Paso a paso, es cierto, muy al estilo Diego Padre Simeone, porque en lo que al último aspecto se refiere no era de recibo mandar a nadie para allá sin saber cómo narices afectaría el asunto —por resumir, los efectos de las profundidades oscuras e insondables sobre el cuerpo humano— al protagonista de la hazaña. En consecuencia, había que seguir el protocolo de siempre: primero máquina, después máquina con perro, y luego ya veremos. Y veremos tenía nombre y apellidos: Ed White.
¿Ed White? ¿Y Leonov?
Pasa que los rusos se enteraron de en qué andaban metidos los americanos y dijeron aquello de ni de coña. Por eso le ordenaron a Alexei Leonov, astronauta entrenado bajo las órdenes de Gagarin —que algo sabía del asunto— que fuera calentando, que salía.
Y así llegamos al famoso 18 de marzo de 1965. Ese día, el mismo Gagarin apadrinó a Leonov y a su compañero Belyayev —comandante Pavel Belyayev— y descorchó una botella de champán —ruso, faltaría más— para brindar por el éxito de la misión. Luego, aquellos dos se deshicieron de los restos del líquido ingerido junto a las ruedas del autobús que los condujo hasta la plataforma de lanzamiento en el cosmódromo de Biakonur —en Kazajistán—. ¡Y para arriba!
Al principio fue todo bien. Leonov estuvo algo menos de media hora —23 minutos y 41 segundos— fuera de la nave, rodeado del mayor de los silencios —“podía escucha el latido de mi corazón”, dijo después al serle preguntado por el particular—. Eso sí, no fue demasiado lejos. Cinco metros de la nave, que aquello es muy grande y a ver cómo se vuelve luego si no se sabe por dónde se va uno. Cinco metros de distancia, Leonov flotando en el espacio. Sólo faltó El dúo de las Flores de la ópera Lakmé, de Delibes —pariente lejano de Don Miguel, por cierto—, para darle más enjundia al asunto.
Iba bien, decía, hasta que dejó de ir. Baikonur, tenemos un problema, y gordo. Porque el traje de Leonov comenzó a hincharse sin saber por qué. Esas cosas. Y claro, traje inflado, reducción de movimientos, mis piernas y brazos no responder, y todo eso. Viendo el percal, Leonov decidió regresar a la cápsula donde le esperaba su compañero Belyayev, pero cuando se dispuso a empujar la escotilla de entrada se dio cuenta de que no podía entrar ni harto de Stolichnaya. Entre que los guantes se habían inflado y el casco —por lo mismo— había aumentado de tamaño, no cabía. Se masca la tragedia, alé alé.
En estas, sabiendo que de espicharla no se escapaba con el percal que tenía encima —espacio exterior. Nada ni nadie para ayudarle—, Leonov decidió bajar la presión de su traje en un 200%. Él solito, sin consultar a nadie, porque lo valía; a sabiendas de que una despresurización tan repentina —burbujas en la sangre, y de ahí a palmarla no hay más que un paso— le conducía al otro barrio, aunque casi tenía los dos pies en él dadas las circunstancias, pues sin oxígeno no había manera alguna de entrar en la cápsula.
Tuvo suerte. A pesar de empezar a sentir los efectos de la falta de oxígeno —hormigueo en manos y pies, casco empañado, etcétera—, decidió saltarse el protocolo y entrar con los pies, con la dificultad para acomodarse después en el asiento.
¿Fin del peligro? Nanai de la China, que ya dentro, el oxígeno se desplomó como la Bolsa de Nueva York en 1929, lo que convirtió la cápsula espacial en la que él y Belyayev viajaban en una bomba de relojería; segundos en los que, a sabiendas de que iban a ser los primeros en criar malvas espaciales con sus cuerpos, mantuvieron la calma suficiente para bajar la humedad y temperatura interiores hasta estabilizar las condiciones de la cápsula. Nuevo milagro. Un respiro.
Por fin iban a regresar a la Tierra.
Pero tampoco. Resulta que el sistema automático de propulsión inversa dijo que no y que no justo en el momento del aterrizaje. Y de nuevo, Leonov y Belyayev tiraron de todo lo que llevaban dentro para manejar la cápsula de manera manual y salvarse así de una muerte segura —seguimos atesorando décimos para el sorteo, oigan— y aterrizar como fuera y donde fuera.
Y ¿dónde fue? A dos mil kilómetros del lugar previsto, en medio del bosque siberiano, con más frío que en Molina de Aragón en invierno y rodeados de fieras salvajes. Precioso panorama. Dos días tardó el equipo de rescate en encontrarlos, dos.
Eso sí, en la URSS dieron palmas con las orejas y presumieron del éxito todo lo que se pudo y más.