Tal que un día 10 de septiembre de 1898, Isabel de Wittelsbach se fue para el otro barrio. Se la llevó por delante un anarquista italiano llamado Luigi Lucheni, que le clavó un estilete en el corazón. Ale, a criar malvas.
La colega paseaba por el lago Leman, en Ginebra, donde había desembarcado en uno de sus viajes, y se topó con el fulano, que la empujó al suelo fingiendo un encontronazo. Lo siento, señora, que no la había visto, y tal. Hágase cargo. Aturdida, Isabel se levantó del suelo con intención de regresar al barco, que había que seguir viajando —pasión heredada de su padre—. Camino de la embarcación, fue mascullando aquello de hay que ver qué gentuza hay suelta por aquí, que qué desfachatez con una mujer y todo eso, hasta que se sintió mareada minutos después del encontronazo. Ya subida al barco, se encontró con el pastel cuando se desabrochó el vestido: un reguero de sangre le brotaba a la altura del corazón. Lista de papeles.
Por cierto, que al tal Lucheni —que lo que quería de verdad, pero de verdad de la buena, era cargarse al pretendiente al trono de Francia, Henri de Orleáns. No pudo, y por eso dejó se cargó a Isabel. Pasaba por allí— le cayó una cadena perpetua como un tren. Fin de su historia.
Un resumen triste, pero triste de la pera, para una vida desgraciada a más no poder. Porque la de la tal Isabel de Wittelsbach no pudo ser más desgraciada: de ser una princesa feliz cabalgando por los alrededores del lago Starnberg, a convertirse en la emperatriz de uno de los últimos imperios europeos; sufrió la pérdida de dos de sus cuatro hijos y el rechazo de su familia política; y recibió un palo tras otro en su salud por la presión que la Corte le provocaba.
Luego, ya muchos años después de estar criando malvas, llegó una actriz llamada Romy Schneider —si Isabel fue desgraciada, lo de Rosemarie Magdalena Albach, que era el verdadero nombre de aquella muchacha, ya fue hors catégorie, que dicen en el pueblo donde nací—, y le dio vida en una serie de películas que la hicieron famosa que te cagas. Películas que recreaban la vida de una emperatriz llamada Sissi, cuya vida, como habéis podido comprobar, tenía de color de rosa lo que un político de honradez.