Lo de los ataques que gota que sufrió el emperador Carlos V daría para escribir un tratado de qué no hay que hacer si sufres uno. Tal que el 10 de diciembre de 1545, el amigo se encontraba en Flandes, en Bois-le-duc —ahora lo encontraréis como s-Hertogenbosch. En castellano aún hay gente que se refiere a ella como Bolduque—, preso de uno gordo que le pegó. Como que le tuvo hasta el día 28. Con esto está todo dicho.
Pero no una gota cualquiera, sino que lo suyo fue una gota severa resultado de concatenar una tras otra. Esto se sabe gracias a Jaume Ordí y sus colaboradores, que dieron a conocer su estudio The severe gout of holy roman emperor Charles V en la revista The new england journal of medicine, resultado del análisis de una parte de los meñiques del emperador.
¿Qué? ¿A que os habéis quedado a cuadros?
Aparte de tropecientas dolencias y enfermedades, el estudio de aquel meñique desveló que el emperador sufrió graves y avanzadas lesiones osteoarticulares producidas por la precipitación de cristales de urato con fenómenos inflamatorios articulares. En cristiano, que las pasaba moradas para andar, para sostener una pluma o para partir la carne; y conforme le fueron cayendo años encima, las cosas se pusieron malamente, tra, para él.
El origen de la gota, pues sí, el que estáis imaginando: era un pozo sin fondo. Te salía más barato regalarle una nueva armadura que invitarle a comer. Además de que compartir una comida con él —le gustaba comer solo. No quería hacerlo con nadie. Normal— no debería de ser plato de buen gusto: entre el prognatismo que sufría —lo de casarse entre primos hermanos y así tiene estas consecuencias—, que le impedía cerrar bien la boca, con lo que el espectáculo que regalaba era lo más parecido a una jauría de hienas devorando un antílope en plena sabana africana; y que no se cortaba ni un pelo —le daba a todo, en especial a la carnaza como si no hubiera un mañana acompañada de cerveza y vino sin mesura—, el resultado fue que una gota primigenia se convirtió en eterna. Como tampoco se dejaba curar, pues pasó lo que pasó.
Se sabe que el primer ataque de gota que le pegó fue allá por 1528 estando en Valladolid, y a partir de entonces aquello fue un vodevil para su salud. A modo de ejemplo, y estando de nuevo por Valladolid en 1542, donde había acudido a las Cortes de Castilla, le pegó el noveno ataque que, además de afectarle a numerosas articulaciones, le duró más que un día sin pan. Y cada vez eran más numerosos.
Víctor Guerrero Cabanillas cuenta en un magnífico artículo titulado Enfermedades y muerte de Carlos V, publicado en la Revista de Estudios Extremeños en 2009, que la gota le pegó tal meneo en 1549 que apenas era capaz de escribir, limpiarse los dientes con un palillo, asir el tenedor o el trinchante de la carne; y que fue esto último lo que le produjo tal congoja —con las cosas de comer, bromas las justas— que decidió poner remedio al asunto. Que se lo tomó en serio lo prueba que escribiera por carta a su hermana María para contarle que «me tornó a dar la gota en más partes del cuerpo donde antes solía, y el dolor me ha causado harto trabajo y me ha tenido en la cama algunos días […] Y con hallarme así, habiendo venido un caballero napolitano que afirma tener experiencia de este mal, he determinado por prevenirme para adelante (¡a buenas horas!), de seguir su orden e medicina, porque ha parecido a los médicos ser a propósito y que no puede traer inconveniente, y confío en Dios que me aprovechará […]».
Pero ná. Por uno le entraban los consejos y por otro le salían. En 1553 le pegó otro de tres pares de narices, y esta vez le tuvieron que escribir una carta para contarle el asunto a su hijo Felipe, pues era incapaz de sostener la pluma.