Vida del emperador Carlos V día a día: 17 de diciembre

Se ve que se acercaba la Navidad, o que se lo pedía el cuerpo, porque lo que el emperador Carlos V rubricó por carta el 17 de diciembre de 1520 en Worms (Alemania), donde se encontraba en ese momento —meses después tendría una preciosa e histórica cita cara a cara con Lutero—fue su agradecimiento a la ciudad de Burgos en dos cartas. Y por qué, os estaréis preguntando. Por los servicios prestados.

Así, como nos cuenta Foronda y Aguilera, en una primera carta agradece a la ciudad de Burgos «su lealtad y encargándole que dé crédito al condestable—el hombre se lo merecía. Ya lo veréis—»; y en una segunda otorga «perdón general por motivos especiales, por los delitos de alborotos pasados».

Alborotos pasados. Un cachondo, el amigo; porque si los pasados fueron chungos, aún peores serían los que vendrían meses después. Eso sí, a Carlos V le faltó cantarle a Burgos aquello de agradecido y emocionado en plan Lina Morgan.

La cosa es que, al palmarla Isabel la Católica, su esposo Fernando no supo meter mano al percal que tenía por delante, lo que se tradujo en una inestabilidad del copón; que se acrecentó cuando aquel monarca se marchó para el otro barrio. A eso hay que unir que el patio no estaba para tirar cohetes, con una presión fiscal que lo de ahora es un cuento para críos comparado con la de entonces, malas cosechas un año sí y otro también, y una epidemia tras otra dejando pueblos y ciudades como solares.

En este escenario aterrizó Carlos reclamando sus derechos a la corona de Castilla. Y eso, a los castellanos, les sentó como una patada en los cojones. Un rey extranjero. Que ya había que tenerlos. En consecuencia, Castilla entera comenzó a ver a Carlos I como un usurpador; quien aceptó las exigencias que le plantearon las Cortes de Castilla si quería ser rey. No le quedaba otra. Vale, sí, pero…

Resulta que poco después fue elegido emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, aunque le hacían falta perras para el viaje a Aquisgrán, donde tendría lugar la coronación. Por lo que no tuvo más remedio que convocar Cortes, esta vez en Santiago de Compostela, de camino hacia el mar para viajar en busca de su corona. Fue entonces cuando Burgos, que tenía bastantes perras gracias al monopolio de la lana y a la presencia en la ciudad del Consulado del Mar —además de que seguía siendo la Cabeza de Castilla—, le pidió unas prebendas —por resumir, un segundo día de mercado y eliminar la obligación de hospedar gratis a toda la Corte— si quería contar con su apoyo en Cortes y, por consiguiente, las anheladas perras. En ese momento, Carlos I les dijo a sus rectores que verde las han segado y siguió su camino a Santiago. Como diciendo ya las conseguiré como sea. Allí, sin embargo, y tras días de intrigas, los procuradores burgaleses decidieron apoyarle.

Y se lio parda. Al enterarse, la ciudadanía burgalesa asaltó el Concejo de la ciudad, depuso a sus miembros, arrasó las casas de los que se habían posicionado a favor del rey… Un vodevil. Que qué eso de apoyar a un rey extranjero y tal. Hasta que el Condestable de Castilla, Íñigo de Velasco, un tipo muy respetado, dijo que aquello lo arreglaba él, y lo arregló. Apaciguó ánimos, hizo promesas como los políticos de ahora —de todo tipo—y se apoyó en la burguesía local para conseguir lo que se proponía: el patio se calmó a medias en Burgos, pero sin dejar de apoyar a Carlos I por eso.

A medias, decía, porque la ciudadanía burgalesa de tonta no tenía ni un pelo; y más al conocer lo que había pasado en Medina del Campo unos meses antes, en agosto, como fue la quema de la villa por orden del emperador. Eso fue lo que terminó de encender a Castilla entera. El Condestable tuvo que salir por patas de Burgos con la familia, pero ahí estuvo listo Carlos V, que le nombró virrey en su ausencia junto con el Almirante de Castilla, Fadrique Enríquez, y el Cardenal Adriano. Con este respaldo, el Condestable regresó a Burgos para decirle al pueblo que había conseguido para la ciudad el famoso y anhelado segundo día de mercado, además del mantenimiento de los privilegios comerciales con el resto de Europa.

¿Qué pasó entonces? Que los comerciantes y la peña con pasta, un tanto recelosos hacia la causa comunera, dijeron que sí, bwana, al emperador, y la situación se serenó en la ciudad. De momento.

De momento, insisto. Porque, por concluir, ese mismo día Carlos V también promulgó una pragmática contra los Comuneros. O lo que es lo mismo: al ser una manera de legislar que dependía del rey sin necesidad de estar sujeto a Cortes —en la práctica venía a tener el mismo valor que si hubiera salido de ellas—, con ella les decía que ya os podéis ir preparando, que aquí va a haber hondonada de hostias, como decía Manuel Manquiña, si seguís tocándomelos como lo estáis haciendo.

Y las hubo al año siguiente. Y bien gordas. Sin ir más lejos, los Comuneros llegaron a planificar un asalto a Burgos semanas después, en enero de 1521, conscientes de lo importante que era la ciudad para sus intereses, pero el asunto salió regulero —los cabecillas entraron en Burgos dos días antes de lo previsto. El Condestable se coscó del asunto y abortó el alzamiento comunero previsto—.

Y el resto de la historia es eso, historia.

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