El 3 de enero de 1553, el emperador Carlos V se encontraba descansando en Thionville. Por concretar, esto está al noroeste de Francia, en un espacio que ha sido protagonista de disputas entre franceses y alemanes por ver dónde está la frontera que nos separa, que tengamos la fiesta en paz no vaya a haber hondonada de hostias, que decía el gran Manuel Manquiña. Que las hubo, dicho sea de paso, entre unos y otros. Por resumir, Thionville pasó a manos francesas en junio de 1643, cuando por entonces formaba parte de los llamados Países Bajos Españoles; y de 1870 a 1918 fue alemana bajo el nombre de Diedenhofen. Pues eso, muy alemana.
Pero, a lo que vamos, que aquel 3 de enero de 1553, el emperador se encontraba allí descansando —y lo haría hasta el 12 de enero, cuando pondría rumbo para Luxemburgo— del asedio de Metz, que dio por concluido dos días antes, el 1 de enero, malamente tra tra para él.
Básicamente, el emperador dijo que hasta ahí —hasta el 1 de enero, insisto— habían llegado él y sus hombres después de más de un mes —desde el 24 de noviembre del año anterior— aguantando carros y carretas delante de las murallas de aquella villa que tan bien defendió Francisco de Guisa, el duque de Guisa. Una defensa encomiable. Porque mira que los franceses aguantaron lo que no está en los escritos. 6.000 tipos, en total, resistieron seis semanas de bombardeos que dejaron como un solar buena parte de las fortificaciones de la ciudad. Pero entre eso, el tifus —que se llevó por delante a no pocos soldados imperiales—, la disentería, el escorbuto y el mal tiempo, a eso de las 11 de la noche del 1 de enero de 1553 Carlos V dijo que cada mochuelo que sobrevivió a su olivo y fin de la historia.