Para tortolitos, tortolitos, el emperador Carlos V y su churri, la emperatriz Isabel, cuyo enamoramiento fue todo un flechazo, y de los gordos.
Y eso que no estaba tan clara la cosa con eso de la boda entre ellos. Que sí, que era lo mejor, para los intereses de Carlos V y el padre —Manuel II— iba a soltarle una pasta gansa –900.000 doblas de oro. Que eran muchas pero que muchas perras—, pero el asunto no pasaba de ser un matrimonio político. O sea, te casas con esta porque te viene bien. Luego, a apechugar con lo que te venga. Que esa era otra, porque en aquella época no había Tinder ni Facebook, ni todo eso que se estila ahora. Con suerte, te podía caer un retrato de la amada o del amado al que no eran pocas las ocasiones a las que se le aplicaba un Photoshop artesanal —la maña del pintor, vamos— según las indicaciones del protagonista. Es decir: retócame la nariz, que parezco un cuervo; ojo con la papada, que así soy el doble de Jabba the Hutt; no me metas tantos kilos, que voy a parecer la bola de Navacerrada. Etcétera. El pintor decía a todo sí, bwana, si quería cobrar el encargo y también seguir contando con el beneplácito del cliente en cuestión. Normal.
A lo que hay que unir que, una vez acordada la boda en Sevilla para el mes de marzo de 1526, el emperador ordenó a la comitiva encargada de conducir a la futura emperatriz desde la frontera de España con Portugal hasta aquella ciudad, que se marcara un Luis Fonsi con objeto de que a él le diera tiempo para resolver sus jaleos. O sea, las hostialidades con el francés. En consecuencia, decidió tomar lo que ahora se llama la Ruta de los Esponsales, que lleva desde Toledo hasta algunos pueblos de las actuales provincias de Toledo, Cáceres y Badajoz, hasta entrar en Sevilla el 10 de marzo. ¿Despeñaperros? Ya lo dice el nombre, quita, quita.
Y fue esa misma noche cuando, nada más llegar a Sevilla, el emperador se dirigió al Alcázar, donde se alojaba su futura churri, para comprobar qué le había tocado en suerte… ¡y vamos si le gustó! Le hacían los ojos chiribitas, porque hay que reconocer —así lo refieren las crónicas de la época— que Isabel estaba como un queso y que era tela de guapa y culta del copón. Total, que aunque venía vestido con la ropa de esa última etapa del viaje –que era emperador, pero un viaje es un viaje—, se vistió como tiene que vestirse uno para la boda —nada de en plan jipi—, el Cardenal Salviati, legado de su santidad, ofició la ceremonia… Y ni misa de velaciones ni gaitas: en la habitación de la emperatriz se montó un altar improvisado, ofició aquella misa el arzobispo de Toledo, «e desque fue acostada, pasó el emperador a consumar el matrimonio, como católico príncipe» refiere el cronista Gonzalo Fernández de Oviedo. Lo que viene siendo unas ganas que lo flipas del emperador por darle lo suyo a su churri, la emperatriz Isabel.
Pues eso, un amor a primera vista.