La librera de la librería de lance

Era una tarde lluvia desagradable, de perdigonazos en forma de gotas que ametrallaban a los transeúntes sin misericordia alguna.

Quien más quien menos buscaba cualquier refugio. Él lo encontró en una pequeña librería de lance. Al abrir la puerta, le golpeó en la nariz un intenso olor a libro viejo. Una vez dentro, permaneció inmóvil unos segundos escrutando el paisaje a su alrededor.
 
—Tiene cojones la cosa. Con lo poco que me gusta leer… —murmuró posando la vista en las primeras estanterías.
Muy cierto: le parecía una pérdida de tiempo. Enorme, a su juicio. A lo más que llegaba era a ojear la prensa deportiva los días posteriores a cualquier partido de su equipo. Él era más de ver películas, de pasar el tiempo libre en el bar, de tumbarse en el sofá y ver un partido de fútbol.
La que leía su mujer. Un libro tras otro. Ella le decía que era una manera como otra cualquiera de pasar el tiempo. Lo que siempre se callaba era que fiaba a la lectura sus ganas de seguir soñando con la vida que nunca tendría.
—Hombre —se congratuló chasqueando los dedos de su mano izquierda—. Ya puestos…
Pensó en llevarle un libro. Un detalle, que siempre dices que no soy detallista contigo y todo eso, le diría a continuación tras entregárselo. Lo que era verdad. Quince años casados ya. Los primeros, una celebración continua; los cinco siguientes, el suave aterrizaje tras la resaca de aquellos iniciales; los cinco últimos… No tuvieron hijos, y el amor que se prometieron delante del sacerdote que los casó ya se había diluido en el vaso de la desidia y del conformismo. Por eso él veía la televisión y ella leía. Veían la vida pasar.
 
Él recorrió los estantes con cara de no entender nada. Había demasiados libros y ni siquiera sabía qué buscaba.
 
—Veo que le cuesta elegir…
 
—¿Cómo?
 
Hasta entonces no había reparado en ella. Era una mujer menuda vestida con un traje negro de una única pieza y de melena canosa. Inclinó las gafas para ver mejor a su cliente. A ojos de éste, el rostro de la mujer presentaba unos rasgos todavía atractivos. Tuvo que ser guapa, admitió él posando de nuevo la vista en los estantes.
 
—¿Qué busca en concreto? —volvió a preguntar la librera.
 
—Algo para mi mujer.
 
—Su mujer…
 
La librera abandonó el mostrador. Fuera de su refugio habitual era más alta de lo que parecía a primera vista. Él comenzó a dar vueltas alrededor de la tienda tras la librera, que lo llevaba de un lado para otro respondiendo a sus preguntas sobre los gustos de su mujer; sin darse cuenta de que, así, también estaba desnudando su alma a ojos de la librera, cuyo rostro empezó a iluminar una sonrisa que ya no se marcharía hasta que el cliente abandonó su tienda.
 
—Éste. —La librera tomó una escalera, ascendió un par de peldaños y escogió un libro de una estantería superior—. Le encantará.
 
—Me alegro.
 
—Se lo envolveré.
 
—No es necesario.
 
—Créame. Sé lo que hago.
 
Cuando el hombre salió a la calle, había dejado de llover. Ni siquiera pasó por el bar. Subió a casa y encontró a su mujer en la cocina.
—¿Y esto? —dijo ella.
—Pasaba por delante de una librería y he querido tener un detalle contigo.
No habría palabras para describir la felicidad que preñó el rostro de la mujer. Luego todo pasó de repente: a un beso le sucedió otro, y al siguiente uno nuevo y más profundo camino de una cama donde todo pareció volver a empezar.
Más tarde, ella regresó a la cocina y él se quedó en la cama. Encendió un cigarro y expulsó la primera calada de humo con calma.
 
—Jodida librera….
 
Todavía se preguntaba cómo lo hizo aquella librera para deslizar dentro del libro dos billetes de avión con sus nombres y apellidos. Esos billetes que tanta ilusión le habían hecho a su mujer.
Dos billetes para nueva esperanza… Aunque fuese transitoria.

2 Comments

  1. María Isabel Buendía Noguera

    ¡Qué bonito! Es un relato precioso. Hay una canción de Pimpinela, super cursi, «Que el amor si es de verdad nunca se olvida»
    Se lleva lo pasajero, la novedad, lo de usar y tirar.
    El sol, la luna, las estrellas, un río ,son permanentes
    Sólo lo que permanece es lo que importa. Sabia librera ¡que bien conocía a los hombres …. y a las mujeres!.

    1. Víctor Fernández Correas

      Gracias a ti por leerlo.

      Un saludo.

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