El 20 de marzo 1815 Napoleón se presentó en París así, como quien no quiere la cosa, después de pasarse unos meses en la isla de Elba. Y sin pegar un tiro allí, donde lo mandaron para que dejara de hacer el ganso por Europa —eso pensaban los que lo enviaron un añito a aquella isla con todos los gastos pagados—, ni tampoco en París, donde la gente le echaba de menos; gente que también estaba hasta el gorro del borbón Luis XVIII.
El 6 de abril del año anterior —1814—, Napoleón —I de emperador— firmó su abdicación incondicional en el palacio de Fontainebleau. Así acababan veinte años de triunfos en el campo de batalla, de un imperio que dominaba toda Europa; situación a la que se llegó tras ser ocupada Francia por ejércitos extranjeros y quitarle el Senado su título de emperador. A Elba y sin rechistar.
Porque Elba, lo que se dice bonito, bonito, pues no lo era en demasía. Un páramo entre Italia y Córcega, y a otra cosa mariposa. La otra cosa era restituir a los borbones en el trono de Francia, honor que recayó en Luis XVIII, hermano pequeño de Luis XVI —que perdió la cabeza con la Revolución. Físicamente, matizo—. Y eso que el asunto empezó bien, pues el nuevo monarca, progresista y prudente, sólo aspiraba a una restauración pacífica, lo que se plasmó en una monarquía constitucional igualita que la británica, amén de otros derechos para el pueblo francés.
Pero la familia de Luis XVIII… ¡Ay, la familia! Y sus ministros y también otros dignatarios. Que qué era eso de monarquía constitucional, que dónde están mis títulos, que qué pasa con los cargos que me quitaron con eso de la Revolución y a ver cuándo me indemnizan de alguna manera por lo mal que lo he pasado. Bien es cierto que algunos de sus ministros se caracterizaban por ser liberales o al menos aparentarlo, pero otros… El conde Artois, hermano del futuro Carlos X, fue de los más quejicas acerca de lo suyo, a lo que también aspiraban el conde de Blacas y el barón de Vitrolles, entre otros.
A lo que hay que unir que el nuevo régimen comenzó a ganarse amigos desde bien pronto dándole manga ancha de nuevo a la Iglesia; o la situación del ejército, con cerca de trescientos mil soldados licenciados y más de quince mil oficiales sin destino y con una miseria y menos de sueldo. Para rematar la fiesta, Luis XVIII reincorporó a muchos emigrados que habían combatido contra la Francia revolucionaria y napoleónica. Venga, que seguimos para bingo.
Pero entre que la cosa —el panorama del país, digo— no se enderezaba y que tampoco era muy dado a salir del palacio de las Tullerías para hacerse ver y decirle a su pueblo que tuviera confianza, que todo iría bien —casi inválido de lo gordo que estaba y con ataques de gota un día sí y al otro también—, los pajaritos —como los de Lord Varys, el de Juego de Tronos— le llevaron todo tipo de noticias a Napoleón, muy satisfactorias con sus intereses. quienes todavía le eran leales, que eran legión —especialmente en Austria e Italia—, le aseguraron que podría volver a París sin pegar un tiro, donde le recibirían con los brazos abiertos.
Entre eso, que el Gobierno francés dejó de pagarle una pensión prometida de dos millones de francos anuales y que le llegaron noticias desde el congreso de Viena de enviarlo más lejos, porque Elba estaba demasiado cerca de Francia e Italia, decidió adelantarse a todos y en apenas tres días llegó a París. Dos semanas le costó volver a ser el dueño de Francia.
Luego vendrían Waterloo y lo de Santa Elena, pero eso ya, si eso, para otro día.