A whisky con agua.
A eso le sabía la soledad.
La suya, al menos.
Un sabor que el agua atemperaba a su gusto. Ese rato sólo quería compartirlo con ella, mirarla a los ojos y confesarle lo mucho que la odiaba.
¿A quién? A su soledad.En ocasiones componía un mohín de disgusto porque la soledad sólo le hablaba en cada trago, y siempre le decía lo mismo. Únicamente cambiaba la situación, el momento, pero el sabor era casi idéntico. La culpa la tenía el vaso de agua que pedía junto al alcohólico olvido, pero pronto lo olvidaba. Lo que tardaba en dar el primer trago.
―Debería ir terminando. Vamos a cerrar.
Una voz dulce pero segura le obligó a levantar la mirada cansada y glauca que hasta ese momento repartía su interés entre el vaso y la mesa. No estaba para bromas. Su rictus enfadado lo anunciaba, así como unos labios entreabiertos por los que caía el cordón umbilical en forma de trago que le ataba a la vida. Quien se lo dijo debía de llevar muchas horas trabajado, y por eso le estaba pidiendo que ahuecara el ala lo antes posible. Era bonita a pesar de todo; a pesar de las ojeras que deslucían unos preciosos e inmensos ojos verdes.
Dio un largo trago al vaso y lo dejó encima de la mesa. Chasqueó la lengua y volvió a mirarla. Hasta que ella hizo lo mismo. Sus ojos verdes se lo comían.
―¿A qué sabe la soledad? ¿Me lo puedes decir?
El violento resoplido con el que ella respondió y la manera de coger el vaso con la izquierda mientras con la derecha limpiaba la mesa con un trapo cuya blancura conoció días mejores, le convenció de que sus ganas de hablar eran mínimas. Asintió esbozando una media sonrisa sin dejar de mirarla y salió del bar. Fuera, el viento se deshacía sobre todo y todos de una manera inclemente. Atisbó un banco a poca distancia, al comienzo del bulevar, y se sentó. El mar de luces que era la ciudad navegaba a una velocidad tranquila.
La noche, ese refugio para tipos como él, insomnes solitarios.
Sacó el paquete de cigarros que guardaba en uno de los bolsillos de su abrigo. Al llevárselo a la boca su rostro lo iluminó la llama de un mechero que alguien a su lado sostenía con pulso firme. Era ella, la chica del bar.
―Sabe a lo que tú quieras. A eso sabe la soledad.
Se quedó perplejo mientras ella encendía el cigarrillo. También se encendió uno y se sentó a su lado. Durante unos instantes no se dijeron nada. Ella observaba el lento fluir de la vida por una calle vacía y sin alma. Después de dos largas caladas y un carraspeo voluntario, él le explicó en qué consistía la soledad: en una mujer que le esperaba en casa y con la que ya no compartía el juvenil amor que los años convirtió primero en rutina y después en desidia; en dos hijos que le querían pero de los que apenas sabía nada en los últimos años, pues nunca se preocupó por ellos; en un trabajo insípido y en unos compañeros incluso con menos sabor y calor; y en un vaso de whisky con agua en cualquier bar todas las noches antes de regresar a casa.
Ella sonrió. La suya fue una sonrisa amarga. De derrota. Si él le contó todo aquello sin apenas mirarla, ella le atacó directamente con sus profundos ojos verdes. Para ella la soledad era la libertad. La libertad después de soportar a un padre que se la folló un par de veces sin que su madre se atreviera a hacer nada por evitarlo; después de abandonar una casa que compartía con un tipo que le prometió amor eterno, al que añadió todas las hostias que pudo cada noche, cuando subía borracho para hacer con ella lo que quisiera.
―En todas esas ocasiones, el cielo y las estrellas siempre fueron mejor compañía que las camas que me esperaban.
Ella tiró el cigarro al suelo, aún a medio consumir, y lo aplastó con un pie de manera violenta. Entonces se levantó y volvió a mirarlo:
―Deberías probar un par de tragos de mi soledad para no quejarte nunca más.
Allí lo dejó, solo, sentado en el banco. Ella comenzó a caminar hacia ninguna parte hasta que las sombras de una ciudad a la que acababa de llegar y en la que no sabía cuánto tiempo estaría la engulló por completo. Él también se levantó. Su casa estaba cerca. Caminó despacio reflexionando a cada paso que daba.
Al abrir la puerta, asintió en silencio.
La chica tenía razón.
Hay soledades que saben peor que otras, y la suya no era de las peores. Lo supo al besar a su mujer en los labios y saborearlos como si fuera la primera vez que los besaba.
© Víctor Fernández Correas