Tal que el 7 de octubre de 1571 tuvo lugar la ocasión más alta que vieron los siglos pasados ni verán los venideros, como la calificó un soldado que allí cayó y acabó malamente, tra tra, por culpa de lo ocurrido ese día; de lo que aconteció cerca de la ciudad griega de Náfpaktos (también conocida como Lepanto), en el actual golfo de Corinto.
Una ensalada de hostias tan grande como el Vesubio, por resumir.
Pues allí, digo, tal día como hoy, cristianos —aliados de diverso pelaje— y musulmanes —otomanos, para ser más precisos— se dieron hasta en el cielo de la boca. Como si no hubiera un mañana.
La cosa venía de lejos, con los otomanos tocando las narices más de la cuenta en el Mediterráneo, hasta que decidieron ir más allá, esto es, tierra adentro, y pasearse por ella como Pedro por su casa. Verbigracia, allá por la década de los treinta del año 1500, se plantaron ante las puertas de la mismísima Viena, con lo que venían a decir aquí estamos, que lo sepáis, y os vamos a dejar lo que ya sabéis como un bebedero de patos. Y, claro, eso en pleno siglo XVI acojonaba, así que con el tiempo se formó una alianza —la Liga Santa— compuesta por España, los Estados Pontificios de su santidad, las Repúblicas de Venecia y Génova, el Ducado de Saboya y la Orden de Malta, para darle cera al otomano.
Objetivo: darse hostias como panes. A rodabrazo, y lo que se estilara. Al mando de la armada de la Liga Santa se puso don Juan de Austria, hijo bastardo de Carlos I de España y V de Alemania, y Alí Bajá al de la otomana.
Y sí, aquello fue una ocasión alta, pero alta, alta. El mar se volvió rojo de la cantidad de sangre derramada. Fue un sindiós de galeras abordadas, de cuellos degollados, de miembros cercenados. La guerra, para qué vamos a ahondar más en el asunto; que acabó con victoria de la Liga Santa. En total, 167 naves enemigas fueron apresadas, se destruyeron otras 60 y cerca de 13000 cristianos que penaban a los remos de las embarcaciones otomanas se ganaron el derecho a una segunda oportunidad, que eso ahora está muy de moda. A cambio, dicha Liga lamentó la pérdida de 17 galeras y la vida de alrededor de 1700 hombres que pasaron a otra mejor. O eso se dice.
Como consecuencia de aquello, España reforzó su hegemonía en el Mediterráneo y frenó el ímpetu otomano, que tenía peor pinta que los pollos que se venden en algunos centros comerciales, así como el de sus aliados corsarios; y a aquel soldado al que me referí al comienzo de estas líneas, le dejaron una mano para el arrastre —la izquierda. No volvería a usarla más—, además de atizarle dos lindos tiros en el pecho, de los que se recuperó. A pesar de eso, el tipo siempre recordaría con orgullo su participación en aquella ocasión. Incluso, repasó el episodio y las posteriores penurias que padeció en varias obritas que escribió. Una, en concreto, versa sobre un caballero que estaba más para allá que para acá y su escudero bonachón y gordiflón, que pisaba firme el suelo que dirigía su señor.
Por cierto, el tipo se llamaba Miguel de Cervantes y Saavedra.