Casablanca

El 26 de noviembre de 1942 se estreno Casablanca. ¡Ah! Palabras mayores. Ese día descubrimos que, pase lo que pase, sean cuales sean los sinsabores que nos embarguen y los temores que nos amenacen, siempre nos quedará París.

París. Ni más ni menos, que cantaban Los Chichos; que, como dice la canción, es más bonita que las rosas, no se marchita con el tiempo. Que es eterna, vamos.

Como supongo que la habréis visto unas cuantas veces —y lo que te rondaré, morena—, la cosa va de un bar donde para todo Cristo: desde prófugos de la justicia hasta los nazis malos malísimos, pasando por un capitán francés que hace la vista gorda con lo que allí se cuece —mítica ya su frase “¡Qué escándalo! He descubierto que aquí se juega!”, cuando toda la peña lo hace a sabiendas. Luego él pone el cazo por hacer la vista gorda, y listo—. Y luego está Rick Blaine, el dueño del bar —Humphrey bendito de mis amores—, ese personaje que todos hemos soñado ser alguna vez. ¿A que sí? Pues eso.

Ahora, que la peli tuvo su miga. Para empezar, la Warner Bros tuvo que soltar 20.000 dólares de la época, que ya era pasta, para hacerse con los derechos de la obra de teatro Todos vienen al bar de Rick, de Murray Burnett y Joan Allison. 20.000 pavos, repito; que se le atragantaron a más de uno y de dos en aquella productora. Por ejemplo, el tipo por el que pasaban todos los guiones, un tal Stephen Karnot, se despachó con un glorioso “una sofisticada tontería”, cuando lo leyó. Y él era el fulano que decidía qué se convertía en película y que no. Pero como se habían pagado 20.000 dólares… A tragar. Lo de la tontería no iba mal tirado, porque —y ahora viene lo mejor, lo que sustentaba su argumentación— aquella obra nunca, repito, NUNCA, se había estrenado. 20.000 pavos por una obra que no tenía ni medio aplauso. Venga, que seguimos para bingo.

La culpa de que la película saliera adelante la tuvo Irene Diamond, encargada de guiones de la Warner Bros; que le fue con el cuento a Hal B. Wallis, productor. Que si el protagonista es un canalla de los gordos, que mira el otro tocando el piano, qué personajazo, que qué pedazo película va a salir de aquí… Y 20.000 pavos por el guión. O se hace, o aquí va a haber ondonada de hostias, que diría el gran Manuel Manquiña.

Así que se decidió que sí, que para adelante la película. Para empezar, le cambiaron el nombre. Lo de poner el de una ciudad, se llevaba mucho por entonces. Cuatro años antes se había estrenado una que llevaba por título Argel, y no había ido nada mal en taquilla. ¿Y a esta? Casablanca. También en el norte de África. Cosmopolita, diferente a todas, y tal; para seguir, se rodó por completo en estudio —20.000 dólares  pavos por el guión. Como para ponerte a buscar localizaciones—, y se aprovecharon decorados de otras películas ya rodadas; y el bar de Rick se recreó en un set en tres partes que no pegaban ni con cola.

Total, que la moto se la vendieron a Michael Curtiz, que dejó hacer —¡qué menos!— a Ingrid Bergman y a Humphrey Bogart —Ilsa y Rick—, a Víctor Laszlo ―Paul Henreid― y al capitán Renault ―Claude Reins―, así como a Sam ―Dooley Wilson—. Para más guasa, este último sabía tocar la batería, pero de tocar el piano ni repajolera. Ale, ¿cómo se os ha quedado el cuerpo? Ah, y la música, a cargo de Max Steiner, que venía de darlo todo con la de Lo que el viento se llevó.

Por ir concluyendo el asunto, Casablanca se llevó tres Oscars en 1943 ―mejor guión adaptado, mejor película y mejor director― y cinco nominaciones.

Y ahí sigue. Recordándonos que, pase lo que pase, siempre nos quedará París.

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