Hay personas a las que la vida les coge una ojeriza de tres pares de narices. Las enfila, las tiene entre ceja y ceja y les pega unos meneos que para qué. ¿Mala suerte? Todas las papeletas del sorteo, ni una menos. Lo que le pasó a Edith Giovanna Gassion, que se llevó el Gordo de Navidad, segundo, terceros, cuartos y quintos premios y las pedreas. Todos, toditos todos.
Ya la cosa se torció al nacer. Para empezar, los padres que le tocaron en suerte: él, un acróbata alcohólico; y la madre, una cantante de cafés y variedades. Vamos a llamarla así. Las malas lenguas juran que unos vecinos la encontraron tirada en la calle con una curda de ovación y vuelta al ruedo. Las peores, que iba hasta las cejas de todo cuando parió a la cría en el patio de una comisaría del barrio de Belleville, en París, donde acabó tras una noche gloriosa. Las peores, que también las hay. Sea cual sea la versión definitiva, lo único claro del asunto es que Edith Giovanna Gassion vino al mundo en esas condiciones.
Sigamos con el sorteo.
Con aquellos progenitores estaba claro que el destino de la cría no podía ser otro que acabar en brazos de lo que la buenaventura quisiera. Quiso que fueran la abuela —que crio a la niña con vino porque decía que el agua era mala para el cuerpo. Tócate los pies— o la tía cuando aquélla estuviera ocupada en sus quehaceres quienes la criaran. La tía, que era regente de un burdel.
¡Menuda pinta tiene el sorteo!
El milagro, el gran milagro visto lo visto, es que la cría saliera adelante.
Salió.
Y cantaba como los querubines.
Era ponerla a cantar y la gente se quedaba embobada, así que comenzó a deambular por cafés y cabarets de París —como su madre— a sus tiernos quince años; y a los dieciséis se quedó embarazada. El resultado se llamó Marcelle, una niña a la que la meningintis se llevó por delante a los dos años de nacer. Se acabó eso de tener hijos, le dijeron los médicos. El parto y sus consecuencias.
Mientras París daba argumentos a poetas, escritores y pintores para dejarse atrapar por las musas —a Hemingway, por ejemplo, para escribir más tarde que aquello era una fiesta—, Edith Giovanna Gassion hizo de Pigalle, sus cafés y cuchitriles su mundo sin fin. Y es en este momento de su vida cuando apareció Louis Leplée, dueño del Cabaret Gerny’s de los Campos Eliseos, quien la oyó cantar en un tugurio infame de aquel barrio parisino. Embelesado, boquiabierto, atrapado. Etcétera. Tan prendado quedó de su voz que la bautizó con el nombre de Môme Piaf ―el pequeño gorrión―. Su voz atraía, encandilaba. Su pose frágil enternecía. Se la rifaban por verla cantar. Y Môme Piaf se convirtió en Edit Piaf. Su primer disco, en 1936.
Parece que la cosa se enderezaba…
Pero no. Meses más tarde, Leplée apareció muerto de un disparo. Un oscuro suceso. ¿Sospechosa? Adivina adivinanza, que canta Sabina… Vuelta a los tugurios de Pigalle, una carrera truncada y en brazos de amante en amante. Emborrachándose de la vida.
Durante la Segunda Guerra Mundial, en un París ocupado, cantó canciones como Mon legionnnaire delante de los nazis. ¿Para despistar? Musa de aquellos pájaros, protectora de los perseguidos. Un peligroso doble juego y París a punto de arder en caso de derrota. Lo que le pidió Hitler a su gobernador, Von Choltitz, antes de que los aliados pusieran un solo pie en la ciudad. Que pasó de su Führer como de comer mierda. Por suerte.
Fin de la guerra. El renacer de la esperanza. Y la esperanza, en el caso de Edith, se llamó Raymond Asso, un letrista que la enseñó a cantar. Sí, a cantar, a cantar de verdad. Canciones de los bajos fondos, de ese ambiente de Pigalle que ella tan bien conocía; canciones desgarradoras y crueles que llenaban auditorios. Fama, gloria y reconocimiento. Se convirtió en la musa de los intelectuales y de artistas del París de los años 50 del pasado siglo. Y dinero, mucho dinero, que salía como entraba. Sin freno. Y amantes. Demasiados: Yves Montand, Charles Aznavour, Georges Moustaki… O el gran amor de su vida, el boxeador Marcel Cerdan. A algunos de los anteriores los ayudó a conquistar la fama. El último, Cerdan, murió en un accidente de avión a los tres años de conocerse.
Y el sorteo todavía no ha acabado.
Tanto, tanto ruido, que canta el Maestro Sabina, llevó a Edith Piaff al abismo más profundo. Depresión, drogas y tranquilizantes. La cuesta abajo. Años de dolor en los que su garganta cantó temas llamados a sonar hasta la eternidad como La vie en rose, Les trois cloches o Milord. Y más amantes. En 1952 se casó con el ciclista Jacques Pills y se separó de él en 1956. Dos años después sufrió un accidente de coche que la dejó maltrecha y adicta a la morfina; y al siguiente, se le detectó un cáncer. La cuesta abajo era imparable, pero Edith Piaf quiso dejar su huella en este mundo antes de dar el último paso. En 1960, arrasada por los dolores, reunió las pocas fuerzas que le quedaban para cantar en el Olympia de París. El auditorio, sobrecogido. Cantó una canción compuesta para ella por Charles Dumont y Michel Vaucaire. Hombres y mujeres salieron impresionados del teatro tras ver cómo el pequeño gorrión no se lamentaba de nada a pesar de la vida vivida. El destino, no obstante, le reservó un palco especial para ver pasar la eternidad. Se lo había ganado.