Vida, muerte y gloria asoman por un altozano que contempla la vida pasar tranquilo, sereno. Fueron demasiadas grandezas, y ha llegado el momento de descansar. Para Trujillo, y también para el viajero que se dispone a recorrerla.
El viajero, que es de naturaleza curiosa, detiene el coche. El sol cae a plomo sobre la carretera; el asfalto hierve. Agosto, Extremadura, hora cercana al mediodía. No es el infierno, pero casi. Y es que no puede evitarlo: la vista le cautiva: el caserío de Trujillo se desparrama con orden y sin sentido. Lo corona una enorme alcazaba. Huele a gloria. Tanto la de la historia que rezuma el primero como de los alimentos que ya se cocinan en casas y cocinas. El viajero se encoge de hombros y respira fuerte. Es ésta tierra de gente que se lanzó a por todo desde la nada, y asimismo lugar donde una mesa puede ser la puerta del mismísimo paraíso. Y hacia ella se encamina.
Trujillo es romana de origen y de gloria medieval. Alfonso VIII la tomó allá por el año 1186, aunque diez años después pasó a manos almohades hasta que las órdenes militares la incluyeron de manera definitiva bajo dominio cristiano en 1231. Cosas de la Reconquista. Pero si por algo destaca Trujillo es por la fama que le dieron los que desde aquí partieron para forjarse un nombre y una leyenda en tierras colombinas. Porque Trujillo es García de Paredes, es Francisco de Orellana, es Nuno de Chaves… Y es Francisco Pizarro. El viajero llega a su Plaza Mayor y se pregunta cómo demonios un lugar tan pequeño fue capaz de parir tanta muestra de valor, de coraje y de valentía; y también de crueldad, envidia y ansia de poder. Porque de todo hay en la vida. Dios dispone y el hombre predispone.
En esa Plaza Mayor, hermosa e inmensa, busca refugio bajo uno de los soportales. Allí, al abrigo de la sombra, la contempla mejor. El bullicio es considerable: resuenan voces procedentes de muchas terrazas en las que los turistas alivian su hambre y sed. Algún valiente, incluso, se atreve a cruzar la plaza desafiando al sol; ahora no brilla, escalda. Las escalinatas de piedra, la verja que las rodea, la disposición de las casas conformando diversas alturas… Asoman también la iglesia de la Sangre y la de San Martín de Tours. La primera, barroca; la segunda, de estilo gótico-renacentista. Y presidiendo el lugar, la estatua de un tipo que un buen día se hartó de conducir piaras de cerdos y decidió marcharse a las Américas para conducir otras con parecida o mayor hambre de gloria. Su cuerpo está enterrado en la catedral de Lima, pero su alma mora eternamente por las calles, callejones y sombras de este Trujillo al que dio gloria y honor ese porquerizo que conquistó Perú y que se hizo llamar Francisco Pizarro.
Paso a paso, Trujillo rezuma gloria. Olor a linajes: los Chaves, los Bejarano, los Orellana, los Añasco, los Tapia… De recordar tanta gloria al viajero le ha entrado hambre. Y como por estos lares le han dicho que existe un lugar donde no se hace nada mal, hacia allá encamina sus pasos. Una caldereta de cordero regada con buen vino de la tierra, y de postre un flan. La vida está para eso, para gozarla. Cuando el viajero regresa al exterior, la calorina es importante, pero en peores se ha visto. Así que sube las empinadas cuestas que le llevan hasta la alcazaba, cuya mole emerge en lo alto del caserío. En esas le da por recordar, a modo de distracción, una canción que resuena por estas calles el domingo de Pascua, cuando se festeja la llegada del buen tiempo y el ciclo natural de la renovación:
“Trujillo por las pascuas yo no sé lo que parece
Ay, chirivi, chirivi, ay, chirivi. chirivi, chon
Que vienen los forasterios y se encocan como peces
Ay, chirivi, chirivi, chirivi, ay, chirivi, chirivi, chon”.
El viajero no tiene voz -lo sabe-, pero como no le escucha nadie no tiene porqué avergonzarse. Faltaría más. Mientras sube y deja atrás calles (Cambrones, Alhamar, Santa María, Gargüera, Palomas, La Alberca...), los siglos caen. El XVI quedó atrás, y ahora desfila ante sus ojos una variada muestra de la arquitectura del siglo XIII, sin olvidar algún que otro resto paleocristiano del siglo IV, que todavía sobrevive al paso del tiempo. El recinto amurallado mantiene aislado un conjunto de joyas abigarrado y protegido por almenas, lienzos, torres y espigones. Levanta la vista y la ve: la alcazaba árabe le está esperando.
Cuenta la historia, que para eso el viajero se la ha leído de cabo a rabo, que dicha construcción del siglo X posee características propias del califato cordobés. Tan inexpugnable era que el judío Samuel Levi, tesorero del rey Pedro I de Castilla, la escogió como lugar donde guardar las riquezas de la corona. El viajero no pierde la ocasión de pasear por su parte superior, desde la que la vista se le pierde entre dehesas y todo tipo de senderos.
La puesta de sol anuncia que el día tiene sus minutos contados. El viajero encamina sus pasos hacia la Plaza Mayor de Trujillo. Atrás queda una villa eterna e inmutable. Pero se lleva consigo el recuerdo de una tierra que, a diferencia de lo que decía Ortega y Gasset, ha dejado, deja y dejará algo más que un reguero de polvo en el camino de la historia. Trujillo, nada menos.