Tal día como hoy de 1886, Gerónimo dejó de hacer el indio. Él, indio de pura cepa, sacó la bandera blanca, el pañuelo o lo que sacara para mostrar su rendición incondicional, y se acabaron sus andanzas. Lo hizo porque el Gobierno norteamericano le prometió tratarlo como prisionero de guerra y no como bandolero, que siempre ha habido y hay clases. Ese personaje, casi mito, que luchó contra el ejército americano hasta que no le quedó aliento ni tampoco lugar donde esconderse; ese referente del que se acordaban los paracaidistas americanos -desgarrador el grito «¡Gerónimo!» antes de arrojarse sobre su objetivo. La leyenda, y tal-. Que de leyenda tiene poco. Menudo pájaro.
Peter Cozzens lo retrata a la perfección en ‘La tierra llora’. De él dice que «no era un buen hombre. Nunca oí nada bueno de él. La gente nunca dice que hizo cosas buenas». Que si era un granuja depravado al que más de uno y de dos estarían encantados de estrangularlo y cerrarle la sesión, que si un sádico que disfrutaba matando…
Gerónimo, nacido en 1829 como «Goyahkla» -el que bosteza-, aceptó pronto el apelativo con el que llamaban los mexicanos -Jerome- para parecer más fiero, asustar a los niños, etcétera. Por los que sentía especial predilección -por los mexicanos, digo- desde que mataran a su madre, a su primera esposa y a sus hijos en 1858. Así que se dedicó a putearlos todo lo que pudo y más, en especial al ejército del país, hasta que los americanos, hartos de sus correrías y crímenes variados, le dijeron que vale ya de tanta tontería. Para Oklahoma, a la reserva india, y sin rechistar. Que ya vale, hombre; lo que Gerónimo prefería antes de que le prendieran los mexicanos, que de hacer prisioneros sabían poco y sí más de dar matarile a tipos como él.
Total, que Gerónimo se rindió tal día como hoy de 1886 y acabó sus días en una reserva india en Oklahoma, donde cerró sesión en 1909.