Juana de Austria

Como se acerca el 8M, vamos con una de mujeres que dejaron huella. Una de ellas, Juana, la hija del emperador Carlos V. De la madre heredó todo: la belleza, la inteligencia y la entereza. Que había que tenerla para lidiar con lo que le tocó. Seis miuras y el sobrero incluido.

Con apenas dieciséis palos la mandaron para Portugal a casarse con su primo hermano, el infante Juan Manuel. Para ya que te vas, le ordenó el padre; que de tonto no tenía ni un pelo sabiendo cómo estaba el patio en Portugal. Entre que Juan Manuel de salud no andaba muy allá y que la cosa en la casa de los Avis tampoco era para tirar cohetes, la intención era clara: preparar el percal para que no tardando mucho su hijo Felipe ciñera las dos coronas: la española y la portuguesa.

A Juan Manuel se lo llevó por delante una diabetes juvenil, por lo que disfrutar del matrimonio Juana, poco. Más bien poco. Par colmo, ésta no tenía ni repajolera idea de la dolencia de su marido, que se la había ocultado. En consecuencia, cuando la palmó se quedó con un palmo de narices; y con una criatura en el vientre a la que dio luz meses después y puso como nombre Sebastián.

A partir de ese momento, Juana no sabía dónde meterse. Sola, en un país que no era el suyo y con una criatura recién nacida, su vida la parecía un sindiós. Su rescate fue una propuesta de su hermano Felipe—que la quería un huevo y parte del otro— para que se hiciera cargo del patio español y enderezara a su retoño y heredero Carlos mientras él se iba para el norte de Europa a ver cómo andaba aquello. Eso sí, para España se marchó solita y sin su criatura, el futuro Sebastián I, que se quedó en Portugal. Luego el crío creció como creció y le pasó lo que pasó en Alcazarquivir, pero eso ya es otra historia.

Total, que Juana tuvo que aguantar las broncas de su padre, que darlas las daba un rato. Que si ojo con estos, que si dónde vas con eso, que no me toques las narices con esto otro… Así que, cuatro años después, de vuelta Felipe, dijo aquello de que os den morcilla a todos y cumplió su sueño de formar parte de la Compañía de Jesús. Guapa era un rato y pudo casarse con quien quisiera, pero que ya había tenido bastante, vino a decir. Pero, ¡oh, problema! Era mujer. Ahí estuvo al quite un viejo amigo de su madre, Francisco de Borja, quien consiguió que formulara sus votos en secreto bajo seudónimo. Por si os interesa, se hacía llamar Mateo Sánchez.

Con apenas treinta y ochos, un cáncer de útero se la llevó por delante en 1573. Su gran lamento fue dejar a Sebastián en Portugal para atender lo requerimiento de su hermano Felipe. Que fue el que salió ganando de todo esto. Con el tiempo, Sebastián, rey de Portugal, la palmó sin dejar heredero alguno y la corona pasó a Felipe tras unas cosillas le arreglaron entre su diplomacia y el duque de Alba. Más el segundo que la primera dicho sea de paso.

 

 

 

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