¿Os he contado alguna vez lo de la abdicación del emperador Carlos V? Vamos allá.
El 25 de octubre de 1555, rodeado de todos los que pintaban algo, Carlos I de España y V de Alemania pegó cuatro gritos —tampoco es que estuviera para muchas coplas— y dijo que se largaba a descansar para los restos. Tal cual; que habían sido muchos años de guerrear, de ir de un lado para otro como el baúl de la Piquer —en plan Labordeta (que en gloria esté), pero por toda Europa— visitando ciudades, recibiendo a unos y a otros, apagando fuegos…; y que Felipe, su hijo, ya estaba preparado para el marrón que le dejaba. Porque la herencia que ponía en sus manos era eso o más: los franceses, más cabreados que una mona —como siempre—, el avispero de Flandes como para meter la mano dentro. Y en oriente, el Turco con ganas de jarana. A eso había que unir Alemania con sus protestantes, que no se me olvide.
Un marrón.
Y luego, que su salud no era para tirar cohetes. Achaques, unos pocos, y la gota. ¡Ay, la gota! En los últimos años, un horror: ataque por aquí, ataque por allá… Claro que si se hubiera contenido a la hora de comer… Pero nada. Las comidas, cenas y demás, pantagruélicas; y acompañadas de vino y cerveza como si no hubiera un mañana. Además, lo de Metz en 1552, que todavía lo arrastraba. Un frío del copón. Un desastre. Y vengan depresiones.
Todo lo vivido y sufrido le convenció de que ya no tenía edad —ni cuerpo— para ir de parranda por ahí. Y eso, con 55 palos. Que tampoco era un viejales si lo miramos con ojos de ahora, pero con los de hace casi 500 años… Demasiado machaque.
Así que a eso de las cuatro de la tarde del 25 de octubre de 1555, un día húmedo de otoño, soltó a todo Dios que se encontraba reunido en el Palacio de Coudenberg que hasta ahí había llegado, que el imperio para su hermano Fernando y España y sus reinos para Felipe, su hijo.
Y en la mirada, Yuste. Que ya iba siendo hora de descansar.