Que se me pasó contaros la boda del emperador, allá por el 10 de marzo de 1526. Porque lo suyo fue un flechazo de los gordos, así que acabada la ceremonia, que fue a una hora tardía —medianoche, no digo más—, el emperador dijo a los presentes que agradecido y emocionado gracias por venir, pero que él tenía que contarle un par de cosas a la novia. O las que se terciaran. Lo demás, todo lo demás, podía esperar.
Y eso que no estaba tan clara la cosa con eso de la boda entre ellos. Que sí, que era lo mejor para los intereses de Carlos V; más que nada porque lo que buscaba era una pretendiente con perras para sus jaleos varios. Y de eso, los portugueses iban más que servidos —900.000 doblas de oro castellanas aportaron con el tema de la boda. Una dobla equivalía a 365 maravedíes, así que echad cuentas—. Luego, lo de apechugar con lo que te cayera en suerte ya era un detalle menor. Otra historia. Que esa era otra, porque en aquella época no había Tinder ni Facebook, ni tampoco Instagram y todo eso que se estila ahora. Con suerte, te podía caer un retrato de la amada o del amado al que no eran pocas las ocasiones a los que se le aplicaba un photoshop artesanal —la maña del pintor, vamos— según las indicaciones del protagonista. Es decir: retócame la nariz, que parezco un cuervo; ojo con la papada, que así soy el doble de Jabba the Hutt; no me metas tantos kilos, que voy a parecer la Bola del Mundo de Navacerrada. Etcétera. El pintor decía a todo sí, bwana, si quería cobrar el encargo y también seguir contando con el beneplácito del cliente en cuestión. Normal.
Siete años duraron las negociaciones para la boda. Siete; que no pudo ver concluidas el padre de la novia —ni mucho menos asistir al enlace—, Manuel I, apodado el Afortunado, porque la palmó cuatro antes de que se cerraran. Y mira que se lo curró el hombre, pero no llegó a verlo. Una pena; y que no empezaron hasta que Enrique VIII mandó a su hija —María Tudor— a escalfar cebollinos—que la desheredó, vamos—, retirándola el título de Princesa de Gales y, ya de paso, se lio con Ana Bolena. ¿Y por qué este detalle?, te estarás preguntando. Sencillo: porque según acuerdo firmado entre Carlos y Enrique, el primero tenía que casarse con su hija, o sea, con la Tudor. Pero como al otro le pegó un yuyazo, pues no hubo boda y la Tudor se quedó sin el padre —Carlos I de España y V de Alemania—, aunque años después se acabaría casando con el hijo —Felipe II, rey de las Españas. Además, entre otros detalles de la negociación, hubo que pedir una dispensa a su santidad porque los novios eran primeros hermanos —sí, cosas de la época. Bastante bien salió Felipe II. Luego la cosa, con el tiempo, empezó a torcerse con tanto matrimonio entre primos, etcétera—. Pero eso se consiguió, así que no hubo más contratiempos para la boda.
O eso parecía. Porque una vez acordada la fecha —marzo de 1526— y el lugar —Sevilla—, el emperador ordenó a la comitiva encargada de conducir a la futura emperatriz desde la frontera de España con Portugal hasta aquella ciudad, que se marcara un Luis Fonsi para que a él pudiera resolver sus jaleos. O sea, las hostialidades con el francés. Y mientras, él decidió tomar lo que ahora se llama la Ruta de los Esponsales, que lleva desde Toledo hasta algunos pueblos de las actuales provincias de Toledo, Cáceres y Badajoz, hasta entrar en Sevilla el 10 de marzo. ¿Despeñaperros? Ya lo dice el nombre, quita, quita.
Y fue la misma noche del 10 de marzo de 1526 cuando, nada más llegar a Sevilla, el emperador se dirigió al Alcázar, donde se alojaba su futura churri, para comprobar qué le había tocado en suerte… ¡y vamos si le gustó! Le hacían los ojos chiribitas, porque hay que reconocer —así lo refieren las crónicas de la época— que Isabel estaba como un queso y que era tela de guapa y culta del copón. Total, que aunque venía vestido con la ropa de esa última etapa del viaje –que era emperador, pero un viaje es un viaje—, se vistió como tiene que vestirse uno para la boda —nada de en plan jipi—. El Cardenal Salviati, legado de su santidad, ofició la ceremonia, después también otra de velaciones en la habitación de la emperatriz, donde se montó un altar improvisado, «e desque fue acostada, pasó el emperador a consumar el matrimonio, como católico príncipe», refiere el cronista Gonzalo Fernández de Oviedo. Lo que viene siendo que os piréis todos de aquí, que lo que tenga que decirle o hacerle a mi churri, la emperatriz Isabel, es cosa mía y sólo mía. Faltaría más.